jueves, 11 de octubre de 2007

El potro debía andar por los 45 años ...


El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.
—Lo del tacto es importante —dijo despacio.
—Ozú —corroboró la Niña. El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada —la mujer del Potro— sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución in dubio pro reo....

La piel del tambor
Arturo Pérez Reverte

viernes, 3 de agosto de 2007

Dejadme que os cuente la historia más hermosa que conozco ...



«Dejadme que os cuente la historia más hermosa que conozco.
A un hombre le regalaron un perro, al que quería mucho. El perro iba con él a todas partes, pero el hombre no pudo enseñarle a hacer nada útil. El perro no recogía cosas ni rastreaba, no corría, ni protegía, ni montaba guardia. Se sentaba a su lado y le miraba, siempre con la misma expresión inescrutable.
"Eso no es un perro, es un lobo", dijo la esposa del hombre. "Sólo me es fiel a mí", respondió él, y su esposa nunca volvió a discutir con él.
Un día el hombre se llevó al perro con él en su avión privado y mientras volaban sobre cumbres nevadas los motores fallaron y el avión se hizo pedazos entre los árboles. El hombre yacía sangrante con el vientre abierto por esquirlas de metal; el vapor brotaba de su cuerpo en el aire frío,pero en lo único que podía pensar era en su perro fiel. ¿Estaba vivo? ¿Estaba
herido?
Imaginad su alivio cuando el perro apareció chapoteando y lo observó con la mirada fija de siempre. Al cabo de una hora, el perro olisqueó el abdomen abiertodel hombrey luego empezó a sacarle los intestinos y el bazo y el hígado y a comérselos sin dejar de estudiar la cara del hombre.
"Gracias a Dios", dijo el hombre, al menos uno de nosotros no morirá de hambre....
Hijos de la Mente
Orson Scott Card

miércoles, 25 de julio de 2007

Pasó su oscuro furor ....



Pasó su oscuro furor y Eric Leben recuperó el control (del que era capaz) de los sentidos, entre las ruinas de la habitación de la cabaña, donde había destrozado todo lo que tenía a mano. Una acuciante jaqueca le retumbaba en la cabeza y un dolor más apagado le recorría todos los músculos. Sentía que sus articulaciones estaban rígidas e hinchadas, y sus ojos, turbios, húmedos y cálidos. Le dolía la dentadura y su boca sabía a ceniza.
Después de cada uno de sus frenéticos ataques, el estado de ánimo de Eric era gris, como ahora, en un mundo también gris, donde los colores había desaparecido, los sonidos acallados, donde los bordes de los objetos eran indefinidos y la luz, independientemente de la potencia de su procedencia, era turbia e insuficiente para iluminar el ambiente. Era como si el furor le hubiese dejado sin energía y se viera obligado a reducir la potencia de sus funciones hasta reponer nuevas reservas. Se movía con ineptitud, con cierta torpeza y le era difícil pensar con claridad.
Cuando acabara de curarse, los períodos de coma y las fases grises evidentemente desaparecerían. Sin embargo, dicha convicción no le tranquilizaba, ya que su turbio proceso mental le impedía pensar en el futuro. Su condición era preocupante, desagradable, incluso temible; tenía la sensación de no controlar su propio destino y de estar en realidad
atrapado dentro de su propio cuerpo, encadenado a su carne ahora imperfecta y medio muerta.
Llegó con dificultad hasta el baño, se duchó lentamente y se lavó los dientes. En la cabaña guardaba un ropero completo, igual que en la casa de Palm Springs, para no tener que llevar equipaje consigo y se puso un pantalón caqui, una camisa roja a cuadros, calcetines de lana y unas botas de leñador. Con lo turbia que tenía la cabeza, aquellas labores matutinas duraron mucho más de lo debido. No le fue fácil ajustar los controles de la ducha, para que la
temperatura del agua fuera adecuada; se le cayó varias veces el cepillo de las manos; maldijo sus anquilosados dedos que luchaban con los botones de la camisa; cuando intentó subirse las mangas, la tela se le resistía como si tuviera vida propia; y sólo logró abrocharse las botas después de realizar un enorme esfuerzo.
Volvieron a perturbarle las hogueras espectrales.
Varias veces, en la periferia de su campo de visión, la penumbra se convirtió en llamas. No eran más que cortocircuitos de los impulsos eléctricos de su deteriorado cerebro, pero que sanaba. Ilusiones nacidas de las chispas sinápticas cerebrales entre neuronas. Eso era todo. Sin embargo, cuando miraba directamente a la hoguera, no se desvanecía ni esfumaba como lo habría hecho un espejismo, sino que su brillo incluso aumentaba.
A pesar de que no producían humo ni calor, no se nutrían de combustible alguno ni tenían sustancia física, cada vez que contemplaba las llamas inexistentes lo hacía con mayor temor, en parte porque en su interior, o quizás más allá de las mismas, vislumbraba algo misterioso y temible: figuras monstruosas envueltas en la oscuridad que le seducían a
través del brillo intermitente. A pesar de que sabía que los fantasmas eran producto de su distorsionada imaginación y de que no tenía ni la más ligera idea de lo que representaban o de por qué debía temerles, le aterrorizaban. Y en algunas ocasiones, magnetizado por las hogueras espectrales, se oía a sí mismo gemir como un niño asustado.
Comida. Si bien su cuerpo genéticamente alterado estaba capacitado para una regeneración milagrosa y una rápida recuperación, necesitaba una nutrición adecuada: vitaminas, minerales, hidratos de carbono, proteínas, es decir, los elementos básicos para la recuperación de los tejidos deteriorados. Y por primera vez desde que había despertado en el depósito de cadáveres, tenía hambre. Llegó tambaleándose hasta la cocina y examinó con cierta dificultad el contenido del frigorífico.
De reojo le pareció ver algo que salía arrastrándose por las rendijas del enchufe. Algo largo y delgado, espantoso, una especie de insecto. Pero sabía que no era real. Había visto cosas parecidas. Era otro síntoma del deterioro de su cerebro. Debía ignorarlo, no permitir que le asustara, a pesar de que oía el tic tac de sus pies quitinosos en el suelo.
Tic tac, tic tac. No quiso mirar. Lárgate. Se agarró con fuerza al frigorífico. Seguía el traqueteo. Rechinó los dientes. Lárgate. El ruido desapareció. Cuando contempló el enchufe, no había ningún insecto extraño ni nada anormal.
Pero ahora su tío Barry, que hacía mucho tiempo que había fallecido, estaba sentado junto a la mesa de la cocina, con una sonrisa burlona. De pequeño le habían dejado muchas veces con su tío Barry Hampstead, que abusaba sexualmente de él y el miedo le había impedido confesarlo. Hampstead le había amenazado con lastimarle, con cortarle el pene, si hablaba de ello y sus amenazas le habían impresionado tanto, que Eric no las puso jamás en duda.
Ahora el tío Barry estaba sentado junto a la mesa, con una mano sobre las rodillas, sonriéndole burlonamente, y le decía:
-Ven aquí, querida criatura, vamos a divertirnos un rato.
Eric oía su voz con la misma claridad que hacía treinta y cinco años, a pesar de que sabía que ni el cuerpo ni la voz eran reales, y estaba tan aterrorizado de Barry Hampstead como cuando era niño, a pesar de que sabía que estaba fuera del alcance de su odioso tío.
Cerró los ojos e intentó alejar su imagen. Durante más de un minuto no dejó de temblar, sin querer abrir los ojos hasta estar seguro de que la ilusión había desaparecido. Pero entonces empezó a pensar que Barry estaba realmente allí, que se le acercaba mientras tenía los ojos cerrados y que de un momento a otro le agarraría los genitales y comenzaría a estrujárselos...
De pronto abrió los ojos.
El fantasma de Barry Hampstead había desaparecido. Respirando con mayor tranquilidad, Eric cogió del congelador un paquete de salchichas empanadas Farmer John y las puso a calentar en una bandeja en el horno, prestando mucha atención para no quemarse. Torpe y pacientemente,
preparó una cafetera de Maxwell House. Sentado a la mesa con los hombros caídos y la cabeza baja, tomó varias tazas de café solo mientras deglutía la comida.
Al principio tenía un apetito voraz y el mero acto de comer hacía que se sintiera más auténticamente vivo que con cualquier otra actividad desde su renacimiento. Acciones tan simples como morder, masticar, degustar y tragar le acercaban más al reino de los vivos que todo lo ocurrido desde su tropiezo con el camión de la basura. Durante algún tiempo, comenzó a mejorar su ánimo.
Gradualmente empezó a darse cuenta de que el sabor de la salchicha no era lo fuerte ni agradable que había sido cuando estaba completamente vivo y capaz de apreciarlo. Y aun acercando la nariz a la grasa caliente y aspirando profundamente, fue incapaz de percibir el aroma de las especias. Contempló sus manos frías, grises y viscosas, en las
que tenía la salchicha empanada y comprobó que la carne humeante del cerdo parecía más viva que la suya.
De pronto la situación le pareció extraordinariamente cómica. Un difunto sentado a la mesa, deglutiendo salchichas Farmer John y vaciando una cafetera de Maxwell House, pretendiendo desesperadamente ser como los vivos, como si la muerte pudiera invertirse a voluntad y la vida recuperada limitándose a realizar actividades mundanas: ducharse, lavarse los dientes, comer, beber, defecar y consumir suficientes productos caseros. Debía de estar vivo, porque era
improbable que ni en el cielo ni en el infierno tuvieran salchichas Farmer John o café Maxwell House. Debía de estar vivo porque había utilizado su cafetera Mister Coffee, el horno General Electric, sobre su cabeza oía el zumbido del refrigerador Westinghouse y a pesar de que sabía que la red de distribución de dichos fabricantes era muy amplia, no le parecía probable que sus productos hubieran llegado a la otra orilla del río Estige. Debía de estar vivo.Era un humor ciertamente negro, muy negro, pero comenzó a reírse a carcajadas, hasta que él mismo las oyó. Tenían un sonido duro, ronco, frío, como una parodia de la auténtica risa, áspera y escabrosa, como si se estuviera ahogando, o hubiese tragado piedras que se agitaban en su garganta. Aterrado por el ruido, se estremeció y comenzó a sollozar.
Soltó la salchicha empanada, arrojó la comida y el plato al suelo, y se dobló sobre la mesa, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en los mismos. Lloraba desconsoladamente y durante un rato sintió una profunda pena de sí mismo.
Los ratones, los ratones, recuerda los ratones golpeándose contra los barrotes de sus jaulas...
Seguía sin saber qué significaba eso, no recordaba nada relacionado con ratones, pero presentía que estaba más cerca que nunca de comprenderlo. La memoria de unos ratones, de unos ratones blancos, pululaba ante él un poco más allá de su alcance. Su ánimo gris oscureció. Sus sentidos ya apocados perdieron aún más sensibilidad.
Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que entraba nuevamente en coma, en uno de esos períodos de aletargamiento durante los cuales los latidos de su corazón decrecían dramáticamente y la respiración llegaba a un nivel muy inferior al normal, dándole la oportunidad al cuerpo de proseguir con sus reparaciones y acumular nuevas reservas de energía. Cayó al suelo y quedó enroscado en posición fetal junto al frigorífico....
Hogueras espectrales
Dean R. Koontz

sábado, 14 de julio de 2007

Durante los días previos a la venta ...


Durante los dos días previos a la venta, los esclavos son examinados por un jurado. Deben
mostrar una perfecta obediencia, agilidad y flexibilidad. Sus referencias son revisadas con minucia.
El jurado pone a prueba la resistencia y el temperamento de los esclavos, que son clasificados según una serie de requisitos físicos. Uno podría realizar una adquisición muy satisfactoria únicamente a partir del amplio catálogo y las fotografías que figuran en el mismo.
Como es lógico, después nosotros realizamos de nuevo esas evaluaciones para verificar que
los esclavos cumplen con las normas de El Club. Pero, en cualquier caso, la mercancía que se
ofrece en esas subastas es de primer orden.
Ningún esclavo llega a la antesala de la subasta a menos que se trate de un ejemplar
extraordinario, el cual es situado sobre una plataforma iluminada para ser examinado por miles de manos y ojos.
Al principio yo acudía personalmente a las grandes subasta. Mi interés no solo radicaba en el placer de escoger lo que me gustaba entre los novatos — aunque reciban una instrucción privada, no dejan de ser unos novatos hasta que nosotros los formamos — , sino en lo excitante que resultan esas subastas en sí mismas. A fin de cuentas, por muy preparado que esté un esclavo la subasta supone para él o para ella un verdadero cataclismo. Se pone a temblar, a llorar, mostrando la angustiosa soledad del esclavo desnudo sobre una plataforma iluminada, una exquisita tensión y un sufrimiento que constituyen una auténtica obra de arte. Es un espectáculo tan divertido como los que proponemos a nuestros clientes en El Club.
Puedes pasearte durante horas por la inmensa y enmoquetada antesala para echar un vistazo a
la mercancía. Las paredes siempre están pintadas en tonos relajantes, como el rosa o el azul pálido. La iluminación es perfecta. El champán, delicioso. Y no hay música ambiental. El único ritmo que percibes es el de los latidos de tu propio corazón.
Puedes tocar y palpar a los candidatos mientras los examinas, así como formular preguntas a
los que no están amordazados. (Es lo que nosotros llamamos educar la voz. Significa que no deben hablar hasta que alguien les dirija la palabra, ni expresar ninguna preferencia o deseo.) A veces otros instructores te indican un hermoso ejemplar, que ellos mismos no pueden permitirse el lujo de adquirir. De vez en cuando se congrega un grupo de compradores en torno a un maravilloso esclavo al que obligan a adoptar diversas posturas, a cual más lasciva y reveladora, y a obedecer una docena de órdenes.
Nunca me he molestado en azotar o atar a un esclavo con correas de cuero durante la exhibición previa a la subasta. Otros sí lo hacen. Opino que unos cuantos azotes propinados en el momento de la puja revelan todo cuanto se desea saber sobre el candidato.
Siempre hay quien trata de aconsejarte: ese esclavo tiene la piel demasiado frágil, nunca
sacarás provecho de él; en cambio, ese otro tiene la piel suave pero muy resistente, o es mejor
comprar una esclava con los pechos pequeños.
Uno aprende mucho sobre este negocio si se mantiene alejado del champán. Pero los mejores
instructores apenas revelan nada de sí mismos, ni de las desgraciadas y temblorosas criaturas a las que examinan. Un buen instructor averigua lo que desea acercándose a un esclavo y agarrándolo bruscamente del pescuezo.
Una de las cosas más divertidas es observar a los instructores procedentes de todos los rincones del mundo. Parecen dioses y diosas, apeándose de sus lujosas limusinas negras aparcadas frente a la puerta y exhibiendo el último grito en materia de moda: unos vaqueros deshilachados, una camisa de algodón abierta hasta el ombligo o una blusa de seda con un hombro al descubierto que parece a punto de caerse a pedazos. Lucen cortes de pelo imposibles y unas uñas como dagas.
Luego están los fríos aristócratas, con un traje negro de tres piezas, gafas cuadradas con montura plateada y pelo corto y perfectamente peinado. Se oyen toda clase de idiomas —aunque el lenguaje internacional para los esclavos es el inglés—, y se percibe la impronta especial de una docena de nacionalidades sobre un aire de invariable autoridad. Incluso quienes muestran una expresión más dulce e inocente dejan traslucir cierto aire de autoridad.
Reconozco a un instructor en cuanto lo veo. Los he observado en numerosos lugares, desde el
pequeño y sucio pabellón en el Valle de los Reyes, en Luxor, la terraza del Grand Hotel Olaffson
en Puerto Príncipe. Hay ciertas pistas inconfundibles, como las correas de reloj de cuero anchas y negras y los zapatos de tacón, que nunca hallarías en una tienda normal. Y la forma en que desnudan con los ojos a todas las mujeres y hombres atractivos que hay en la sala.
Todo el mundo es un esclavo desnudo en potencia para quienes estarnos en este negocio. Ostentamos una aureola de sensualidad de la que es casi imposible desprenderse. La parte posterior de la rodilla de una mujer, un brazo desnudo, la forma en que la camisa de un hombre se tensa sobre su pecho cuando se introduce las manos en los bolsillos del pantalón, el movimiento de las caderas de un camarero al agacharse para recoger una servilleta del suelo... Infinidad de detalles que observamos en todas partes y que nos producen una constante y profunda excitación. El mundo entero es un club de placer y diversión para nosotros.
También produce un placer especial ver en las subastas a los multimillonarios que tienen un
instructor o instructora personal en sus mansiones o casas de campo, y que se permiten el lujo de adquirir esclavos para su disfrute personal. Esos propietarios particulares de esclavos suelen ser gente enormemente atractiva e interesante.
Recuerdo que un año vi a un chico guapísimo de dieciocho años, acompañado por dos
guardaespaldas, que ojeaba el catálogo muy serio y observaba de lejos, a través de sus gafas
violetas, a cada una de las víctimas, para luego acercarse a ellas y pellizcarlas en el trasero. El joven iba vestido de negro de pies a cabeza, a excepción de unos guantes de color gris perla que no se quitó durante toda la velada. Cada vez que pellizcaba a uno de los esclavos, me parecía sentir el tacto de esos guantes sobre la carne desnuda de la víctima. Los guardaespaldas lo seguían a todas partes, y su instructor particular, uno de los mejores del mundo, tampoco se apartaba de su lado. Al fin el joven se decidió por un chico y una chica, ambos de complexión robusta. Lo recuerdo porque superó la oferta que hice yo en nombre de El Club para la chica, una joven bronceada, rubia, que jamás derramaba una lágrima por más duro que fuera el castigo que le imponía su amo, el cual se enardecía ante su frialdad. Yo tenía mucho interés en adquirirla, y recuerdo que me irrité bastante cuando vi que era adjudicada a otro. El joven amo, al observar mi enojo, sonrió por primera vez en toda la velada....
Hacia el edén
Anne Rice

sábado, 7 de julio de 2007

Había llegado el momento de introducir cambios ...


Había llegado el momento de introducir cambios. De añadir tensión al sistema experimental y observar las transformaciones de los sujetos. Conocía el punto más vulnerable de Serena.
Mientras se preparaba para el drama que iba a crear, Erasmo convirtió su rostro en un óvalo inexpresivo. Recorrió los pasillos, y el eco de sus pasos anunció su llegada. Antes de que Serena pudiera recuperar a su hijo, el robot encontró a Amia Yo jugando con el niño en el suelo de la cocina.
El amo de la casa no pronunció ni una palabra cuando entró en la habitación. Amia Yo, sobresaltada, alzó los ojos y vio al ominoso robot. A su lado, el pequeño Manion contempló el familiar rostro reflectante y rió.
La reacción del niño provocó que el robot se detuviera un momento. Después, con un veloz revés de su brazo sintético, rompió el cuello de Amia Yo y agarró al niño. La cocinera cayó muerta sin exhalar ni un suspiro. Manion se retorció y chilló.
Justo cuando Erasmo alzaba al niño en el aire, Serena apareció en la puerta, con expresión horrorizada.
-¡Suéltale!
Erasmo la apartó de un empujón, y Serena cayó sobre el cadáver de la mujer asesinada. Sin mirar atrás, el robot se alejó de la cocina y subió una escalera que conducía a los niveles y balcones superiores de la villa. Manion colgaba de su mano como un pez capturado, sin dejar de llorar y vociferar.
Serena se puso en pie y corrió tras ellos, mientras suplicaba a Erasmo que no hiciera daño a su hijo.
-¡Castígame a mí, si así lo deseas, pero a él no! El robot volvió su rostro indescifrable hacia ella.
-¿No puedo hacer ambas cosas? Subió al segundo piso.
Al llegar al rellano de la tercera planta, Serena intentó asir una pierna del robot. Erasmo nunca había visto tamaña exhibición de desesperación, y se arrepintió de no haber aplicado sondas de control para escuchar su corazón y saborear el sudor inducido por su pánico. El pequeño Manion agitaba los brazos y las piernas.
Serena tocó los deditos de su hijo, consiguió sujetarle un instante. Entonces, Erasmo le dio una patada en el abdomen, y la joven cayó rodando medio tramo de escalera.
Logró ponerse en pie, sin hacer caso de las contusiones, y prosiguió la persecución. Interesante. Una señal de resistencia notable, o bien de tozudez suicida. A partir de sus estudios sobre Serena Butler, Erasmo decidió que era un poco de todo.
Cuando llegó al último nivel, Erasmo se encaminó al amplio balcón que daba a la plaza, cuatro pisos más abajo. Había un robot centinela en el balcón, observando las cuadrillas de esclavos que instalaban nuevas fuentes y erigían estatuas. El sonido de la maquinaria y de sus voces se alzaba en el aire inmóvil. El robot se volvió hacia su perseguidora.
-¡Alto! -gritó Serena con una severidad que le recordó su antigua personalidad-. ¡Basta, Erasmo! Has ganado. Haré lo que desees.
El robot se detuvo ante la barandilla del balcón, asió a Manion por el tobillo izquierdo y lo alzó sobre el borde. Serena chilló. Erasmo dio una breve orden al centinela.
-Impide que se entrometa.
Sujetó al niño cabeza abajo sobre la plaza pavimentada, como un gato que jugara con un ratón indefenso.
Serena se precipitó hacia delante, pero el robot centinela le cerró el paso. Ella le golpeó con tal fuerza que el robot fue a parar contra la barandilla, antes de recuperar el equilibrio y apoderarse del brazo de Serena.
Abajo, los esclavos humanos alzaron la vista y señalaron el balcón. Una exclamación colectiva se alzó, seguida de un susurro.
-¡No! -gritó Serena mientras intentaba liberarse de la presa del robot-. ¡Por favor!
-Debo continuar mi importante trabajo. Este niño es un factor perturbador.
Erasmo balanceó al niño sobre el abismo. La brisa agitó su manto. Manion se retorcía y chillaba, llamaba a su madre.
Serena miró el rostro reflectante, pero no vio compasión ni preocupación. ¡Mi precioso bebé!
-¡No, por favor! Haré lo que...
Los esclavos no daban crédito a sus ojos.
-Serena... Tu nombre se deriva de «serenidad». -Erasmo alzó la voz para hacerse oír sobre los aullidos del niño-. ¿Lo entiendes?
La joven se lanzó contra el robot centinela, estuvo a punto de soltarse y extendió la mano, desesperada por apoderarse de su hijo.
De repente, los dedos de Erasmo se abrieron. Manion cayó a la plaza.
-Bien. Ya podemos volver al trabajo.
Serena lanzó un grito tan estruendoso que no oyó el terrible sonido del cuerpo al estrellarse contra el pavimento.
Indiferente al peligro que corría, Serena se soltó por fin, desgarrándose la piel, y empujó al robot centinela contra la barandilla. Cuando el robot recuperó el equilibrio, ella le empujó de nuevo, esta vez con más fuerza. El robot rompió la balaustrada y se precipitó al vacío.
Sin prestar atención a la máquina, Serena atacó a Erasmo y le golpeó con sus puños. Intentó mellar o arañar su cara de metal líquido, pero solo consiguió hacerse sangre en los dedos y romperse las uñas. En su frenesí, Serena desgarró el manto nuevo del robot. Después, agarró un jarrón de terracota del borde del balcón y lo rompió contra el cuerpo de Erasmo.
-Deja de portarte como un animal -dijo Erasmo. La envió de un manotazo al suelo.
Iblis Ginjo, que supervisaba a la cuadrilla de la plaza, contemplaba la escena con absoluta incredulidad. « ¡Es Serena!», gritó uno de los trabajadores de la villa, que la había reconocido. Su nombre fue coreado por los demás, como si la reverenciaran. Iblis recordaba a Serena Butler de cuando la había visto con los nuevos esclavos llegados de Giedi Prime.
Entonces, el robot soltó al niño.
Sin preocuparse por las consecuencias, Iblis corrió en un desesperado e infructuoso intento por atrapar al niño. Al ver la valiente reacción del capataz, muchos esclavos se precipitaron hacia delante.
Iblis se detuvo ante el cuerpo ensangrentado y comprendió que no podía hacer nada. Incluso después de todas las atrocidades que había visto cometer a cimeks y máquinas pensantes, este ultraje parecía inconcebible. Sostuvo el cuerpecillo destrozado en sus brazos y alzó la vista.
Serena estaba luchando contra sus amos. Los obreros lanzaron una exclamación ahogada y retrocedieron cuando lanzó por encima de la barandilla a un centinela robot. Como un destello metálico, la máquina pensante se estrelló contra las losas de piedra, no lejos de la mancha de sangre que había dejado el niño muerto. Quedó hecho añicos, sus componentes metálicos y fibrosos rotos, el líquido de los circuitos gelificados rezumando por las grietas...
Mortificados y consternados, los esclavos contemplaban la escena. Como leña preparada para arder, pensó Iblis. ¡Una cautiva humana se había enfrentado a las máquinas! ¡Había destruido a un robot con sus propias manos! Gritaron su nombre, asombrados.
En el balcón, una desafiante Serena seguía increpando a Erasmo, mientras él la empujaba hacia atrás con su fuerza superior. El coraje apasionado de la mujer sorprendió a todos. ¿Podía ser más claro el mensaje?
Un grito de cólera se elevó de las gargantas de los obreros cautivos. Ya habían sido aleccionados durante meses por las instrucciones y manipulaciones sutiles de Iblis. Había llegado el momento.
Con una sonrisa de triste satisfacción, dio la orden. Y los rebeldes se precipitaron hacia delante, en un acto que sería recordado durante diez mil años.....
DUNE. La Yihad Butleriana
BRIAN HERBERT y KEVIN J. ANDERSON

martes, 3 de julio de 2007

El camino era largo pero ...


El camino que iba de la casa Wetchik a Basílica era largo pero ellos lo conocían bien.
Hasta los ocho años, Nafai había hecho el viaje en dirección contraria, cuando Madre los
llevaba a él e Issib a casa de Padre para las vacaciones. En esos días era mágico estar en
una morada de hombres. Padre, con su melena blanca, les parecía casi un dios. De hecho,
hasta los cinco años, Nafai había pensado que Padre era el Alma Suprema. Mebbekew, sólo
seis años mayor que Nafai, siempre había sido socarrón y fastidioso, pero en esa época
Elemak se mostraba amable y juguetón. Diez años mayor que Nafai, Elya ya tenía talla de
adulto en los primeros recuerdos de Nafai acerca de la casa Wetchik; pero en vez del aspecto
etéreo de Padre, tenía trazas de luchador, un hombre que era amable sólo porque le venía en
gana, no porque rehuyera la violencia. En esos días Nafai había rogado que lo liberasen de la
casa de Madre y lo dejaran vivir con Wetchik y Elemak. Soportar a Mebbekew sería el precio
inevitable por vivir en la morada de los dioses.
Madre y Padre le explicaron por qué no lo liberaban de su educación.
—Los niños que van a vivir con el padre a esta edad son los menos promisorios —dijo
Padre—. Los que son demasiado violentos para permanecer en una casa de estudios,
demasiado irrespetuosos para vivir en una casa de mujeres.
—Y los más tontos van a vivir con el padre a los ocho años —añadió Madre—. Aparte de
los rudimentos de lectura y aritmética, ¿de qué le sirve el aprendizaje a un hombre estúpido?
Aun ahora, al recordar, Nafai sentía un hormigueo de placer, pues Mebbekew se jactaba de
que él, a diferencia de Nyef e Issya, y Elya en sus tiempos, había ido a casa de su padre a los
ocho años. Nafai estaba seguro de que Meb cumplía todos los requisitos para ingresar
tempranamente en la casa de los hombres.
Así lograron persuadir a Nafai de que le convenía quedarse con la madre. También había
otras razones —hacerle compañía a Issib, el prestigio del hogar de su madre, la asociación
con sus hermanas—, pero fue la ambición lo que hizo que Nafai se alegrara de quedarse. Soy
un chico promisorio. Seré valioso para la tierra de Basílica, quizá para el mundo entero. Tal
vez un día mis escritos sean enviados al cielo para que el Alma Suprema los comparta con
gentes de otras ciudades y otros idiomas. Tal vez un día sea uno de los grandes cuyas ideas
se almacenan en cristal y se guardan en un archivo, para ser leídas durante el resto de la
historia humana como uno de los gigantes de Armonía.
Aun así, como había rogado tan fervientemente que le permitieran vivir con Padre, desde
los ocho hasta los trece años él e Issib pasaban casi todos los fines de semana en casa de
Wetchik, y se familiarizaron tanto con ella como con la casa que Rasa tenía en la ciudad.
Padre les exigía que trabajaran con ahínco, experimentando lo que hace un hombre para
ganarse la vida, de modo que sus fines de semana no eran festivos. «Estudias seis días,
trabajando con la mente mientras tu cuerpo se toma vacaciones. Aquí trabajarás en los
establos e invernáculos, trabajando con el cuerpo mientras tu mente aprende la paz que
proviene del trabajo honesto.»
Así hablaba Padre, una especie de continua perorata. Madre decía que adoptaba este tono
porque no sabía hablar naturalmente con los niños. Pero Nafai había oído suficientes
conversaciones adultas para saber que Padre hablaba así con todos excepto con Rasa. Padre
nunca estaba a sus anchas, nunca era él mismo con nadie; pero con los años Nafai también
aprendió que Padre, por muy pomposo y grandilocuente que fuera, no era tonto; sus palabras
nunca eran hueras, estúpidas ni ignorantes. Así hablaba un hombre, pensaba Nafai cuando
era pequeño, de forma que practicaba un estilo elegante y se esmeraba por aprender el
emeznetyi clásico, además del bassyat coloquial que era el idioma de las artes y el comercio
de Basílica. Últimamente Nafai había comprendido que para comunicarse con la gente real
tenía que hablar el idioma común, pero los ritmos y melodías del emeznetyi aún se traslucían
en sus escritos y su habla. Incluso en las estúpidas bromas que provocaban la ira de Elemak.
—Acabo de comprender una cosa —dijo Nafai.
Issib no respondió. Iba tan adelante que Nafai no supo si le había oído. Pero Nafai continuó
de todos modos, hablando en voz aún más baja, quizá porque sólo se lo decía a sí mismo.
—Creo que digo esas cosas que enfurecen tanto a los demás no por ganas de molestar,
sino porque se me ocurre un modo ingenioso de expresarlas. Es como un arte, pensar en el
modo perfecto de expresar una idea, y cuando lo piensas tienes que decirlo, porque las
palabras no existen hasta que las dices.
—Un arte bastante endeble, Nyef, y te aconsejaría que lo abandones antes de que alguien
te mate por su causa. Vaya, Issib sí estaba escuchando.
—Para ser un sujeto tan fuerte y robusto, tardas bastante en subir por el Camino del Risco
hasta la Calle del Mercado —comentó Issib.
—Estaba pensando.
—Tendrías que aprender a pensar y caminar al mismo tiempo.....
La memoria de la Tierra
Orson Scott Card

lunes, 2 de julio de 2007

A intervalos recobraba la conciencia


A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.
En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.
Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.
El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.
Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.
Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.
Colgado del carcán, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.
Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.
Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.
—¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? —susurró.
El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.
—Esta Alá —dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.
—Pero ¿aquí no hay nadie?
—¿Eres forastero, Dhimmi?
—Sí.
El hombre descargó todo su odio en Rob.
—Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.
Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.
Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.
—Está el sha, judío extranjero —dijo.
Rob esperó.
—Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.
Rob no logró contener un atisbo de esperanza.
—¿Cualquiera?
—Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.
—¡No, no lo hagas! —gritó una voz en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que carcán salía el sonido.
—Quítatelo de la cabeza —prosiguió la voz desconocida—. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.
El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.
—No existe ninguna esperanza —dijo la voz desde la oscuridad.
El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:
—Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.
No volvieron a hablar.
Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.
—Vamos —dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.
Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.
Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.
Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que, en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.
Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.
La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.
—¿A dónde van? —preguntó al vendedor.
—A la audiencia del sha —contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó....
El médico
Noah Gordon

viernes, 29 de junio de 2007

Leche verde agriada ...



Leche verde agriada.
El humo ascendía hacia la luz, y el humo y la luz se fundían en uno para convertirse en leche verde. La leche se fisionaba, ascendía, recubría el techo de una humareda opaca.
El smog estaba en todas partes. Arriba. Abajo. En la sala. Afuera. Verde y agrio.
Aquella sensación agria emanaba no sólo del smog que se había introducido en el
edificio a través de los aparatos de aire acondicionado y de las vaharadas de tabaco que inundaban la habitación. Procedía también del recuerdo de las imágenes que Childe había visto aquella mañana, y sabía que volvería a ver en los próximos minutos.
Herald Childe nunca había visto la sala de proyecciones del Departamento de Policía
de Los Angeles sumida en una tal oscuridad. El rayo luminoso procedente de la cabina de proyección habitualmente aclaraba la penumbra, pero el humo de cigarros y cigarrillos, el smog y el estado de ánimo de los espectadores oscurecían todo. Incluso la plateada luz de la pantalla parecía absorber la luz en lugar de reflejarla a los espectadores.
Allá arriba, donde el rayo luminoso se encontraba con el humo del tabaco, se formaba
leche verde que se cortaba y agriaba. Así veía las cosas Herald Childe, y la imagen no era exagerada. Los condados de Los Angeles y Orange estaban siendo asfixiados por la peor racha de smog de la historia. Durante un día y una noche y otro día y otra noche no se había movido ni un hálito de viento. Al tercer día, daba la impresión de que la situación podía prolongarse indefinidamente.
El smog. Ahora podía olvidarse del smog.
Abierto de brazos y piernas, en la pantalla aparecía su compañero (posiblemente ex
compañero). Detrás suyo, los cortinones rojo burdeos refulgían sombríamente, y la cara de Matthew Colben, normalmente colorada como el Chianti aguado al cincuenta por
ciento, estaba ahora tan rojo e hinchado como una bolsa de plástico transparente, repleta de vino.
La cámara se alejó de la cara para mostrar el resto de su cuerpo y parte de la
habitación. Estaba tumbado de espaldas y desnudo. Sus brazos estaban sujetos con
correas a sus costados, y sus piernas, también sujetas con correas, formaban una V. Su sexo se bamboleaba sobre el muslo izquierdo como un grueso gusano ebrio.
La mesa debía haber sido fabricada con el propósito de amarrar a ella hombres con las
piernas separadas, de modo que otras personas pudieran caminar entre ellas.
Aparte de la mesa de madera en forma de Y, la gruesa alfombra color rojo vino y los
cortinones color burdeos, la habitación estaba vacía. La cámara giró sobre sí misma para mostrar los cortinones y después volvió a su posición inicial y se elevó. La figura completa de Matthew Colben apareció como podría verla una mosca desde el techo, su cabeza reposaba sobre una almohada oscura. Levantó los ojos hacia la cámara y sonrió estúpidamente. No parecía importarle lo más mínimo el estar amarrado e indefenso.
Las escenas previas explicaban el porqué. Se veía cómo Colben había pasado,
mediante un condicionamiento muy preciso, del terror impotente a una excitación febril.
Childe, que había ya presenciado la película completa, sintió como sus entrañas se
retorcían y entrenudaban y, con sus extremos enroscados a su columna vertebral,
parecían querer estrangularse unas a otras.
Colben sonreía beatíficamente.
—¡Estúpido! —murmuró Childe—, ¡pobre jodido estúpido! El hombre sentado a la
derecha de Childe se volvió hacia él y dijo:
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Nada, comisionado.
Pero sentía como si su pene se estuviera retrayendo al interior de su abdomen,
arrastrando sus testículos tras él.
Las cortinas se abrieron, y la cámara hizo un zoom hacia un inmenso ojo oscuro,
bordeado de negro, de largas pestañas, después se desplazó hacia abajo a lo largo de
una estrecha y recta nariz y unos labios turgentes de un rojo vivísimo. Una lengua rosada se deslizó entre unos dientes anormalmente blancos e iguales, se disparó varias veces con un movimiento de vaivén. Un hilo de saliva se deslizaba por el mentón y después desapareció.
La cámara se desplazó hacia atrás. Los cortinones se abrieron de golpe y entró una
mujer. Su pelo negro y brillante estaba peinado hacia atrás y caía en cascada hasta su cintura. Su cara estaba muy maquillada: falsos lunares, rouge, polvos, pinturas verdes, rojas, negras y azules en torno a los ojos y un rizo azulado que bajaba por sus mejillas, pestañas postizas y un diminuto anillo de oro sujeto a la nariz. La bata verde, cerrada en torno al cuello y al talle, era tan tenue que parecía estar desnuda. Lo que no le impidió desatar los cordones que sujetaban el cuello y la cintura, y dejó deslizar la bata hasta el suelo, mostrando que podía estar aún más desnuda.
La cámara encuadró a la mujer. En la base del cuello tenía un hoyo profundo y los
huesos que lo rodeaban eran finos y delicados. Los pechos eran turgentes pero no
grandes, ligeramente cónicos y respingones, con pezones estrechos y largos, casi
afilados. Los pechos se sustentaban en una amplia caja torácica. El abdomen se hundía
hacia el interior; en sus caderas enjutas los huesos eran algo prominentes. La cámara
giró, o ella se dio la vuelta. (Childe no podía estar seguro, porque la cámara estaba muy cerca de ella, y carecía de puntos de referencia.) Sus nalgas eran como dos enormes huevos duros.
La cámara giró en torno a ellos, mostrando el estrecho talle y las ovoides caderas, y
después se volvió hacia el techo, que estaba cubierto con una tela del color de un
derrame sanguíneo en el ojo de un borracho. La cámara remontó un muslo blanco y
nacarado; un haz de luz iluminó su entrepierna. La mujer debía haberse abierto de
piernas, allí estaban el pequeño ojo marrón del ano y el borde de los grandes labios de sucoño. El vello era rubio, lo que quería decir que la mujer se había teñido el cabello. O quizás el vello púbico.
La cámara pasó entre las piernas de la mujer —que parecían ahora las colosales
extremidades de una estatua— y después se desplazó lentamente hacia arriba. Se
enderezó a la altura del pubis. Este estaba parcialmente cubierto por una tela triangular sujeta con cinta adhesiva. Childe no acertaba a adivinar la razón. Aunque, sin lugar a dudas, la razón no era el pudor.
Aunque había visto este plano anteriormente, se puso rígido. La primera vez, él —igual que el resto de los espectadores— había dado un brinco y algunos habían maldecido, y uno había lanzado un grito de terror.
La tela estaba tensa sobre el pubis. Un cambio de iluminación reveló súbitamente que
la tela era transparente. El vello formaba un triángulo oscuro y la vulva absorbía suficiente cantidad de tela como para mostrar lo ajustada que ésta estaba.
Abruptamente (y Childe volvió a dar un respingo, aunque sabía lo que venía después)
la tela se hundió aún más profundamente, como si algo desde el interior de la vagina
entreabriera los labios de la vulva. Entonces, algo abultó tras la tela, algo que tan sólo podía haber salido del interior de la mujer. Empujó la tela hacia arriba; la tela se agitó como si un diminuto puño o cabeza la estuviera golpeando, y después el bulto se retrajo y la tela quedó inmóvil de nuevo.
El comisionado, sentado dos asientos más allá de Childe, dijo:
—¿Qué diablos puede haber sido eso?
Expelió el humo de su cigarro y empezó a toser. Childe también tosió:
—Podría ser algo mecánico que llevara metido en el coño —dijo Childe—. O podría
ser... —Dejó su frase (y sus pensamientos) en suspenso. Que supiera, ningún
hermafrodita tenía un pene en el interior del canal vaginal. En cualquier caso, aquello que salía deslizándose al exterior no era un pene; parecía una entidad independiente, dotada de voluntad propia —ésa era la impresión que daba— y desde luego la cosa en cuestión había atacado la tela en más de un lugar.
La cámara hizo un movimiento y encuadró a Colben. Ahora estaba a menos de un
metro de él, alzada varios centímetros. Mostró los pies, aparentemente enormes a tan
corta distancia, las musculadas y peludas pantorrillas, y los muslos extendidos sobre la mesa en forma de Y, los gruesos testículos, el pene como un grueso gusano, que ya no se balanceaba contra el muslo sino que comenzaba a engrosarse y a alzar su inflamada y roja cabeza. Colben no podía haber visto entrar a la mujer, pero evidentemente había sido condicionado de forma que supiera que ella llegaría al cabo de un tiempo después de que le hubieran amarrado a la mesa. El pene estaba despertando como si tuviera oídos —enterrados en el seno de su carne como los de una serpiente—, o como si la hendidura de su glande pudiera detectar —como las fosas nasales de una víbora— el calor emitido por un cuerpo humano.
La cámara se desplazó para tomar de perfil la cabeza de Matthew Colben. El espeso y
rizado cabello gris y negro, las grandes y coloradas orejas, la frente lisa, la gran nariz ganchuda, los delgados labios, la maciza mandíbula con su barbilla maciza y cuadrada como la cabeza de un martillo pilón, su grande y grueso tórax, la protuberancia de una panza obtenida gracias a una concienzuda acumulación de cerveza y filetes, la curva descendente hasta el pene, ahora totalmente erecto e hinchado y duro; las venas eran cuerdas entrelazadas en el cabo de la pasión (Childe no podía evitar el pensar por medio de tales imágenes; manoseaba conceptos con el toque de un Midas). El glande, totalmente al descubierto, brillaba con fluido lubrificante.
Ahora, la cámara se apartó de Colben y se elevó para poder mostrar simultáneamente
al hombre y a la mujer. Ella se acercó lentamente, con las caderas ondulantes; al llegar a la altura de Colben, le murmuró algo. Sus labios se movían, pero no había sonido. El especialista de la policía no había podido leer en sus labios porque la cabeza estaba excesivamente inclinada. Colben dijo también algo, pero sus palabras resultaron indescifrables por la misma razón.
La mujer se inclinó sobre Colben y le puso el pezón izquierdo en la boca. El estuvo un rato chupándoselo; luego la mujer se apartó. Primer plano del pezón, húmedo e hinchado.
Ella le besó en la boca; la cámara se aproximó desde un costado, y la mujer levantó un poco la cabeza para permitir que la cámara filmara su lengua entrando y saliendo de la boca de Colben. Luego comenzó a besar y a lamer su barbilla, su cuello, su pecho, sus tetillas, y humedeció su rotunda panza con saliva. Se aproximó lentamente al pubis y chupó los pelos, le dio al pene breves lengüetazos y lo besó con los labios repetidas veces; después lo cogió por la raíz, lo apretó entre sus dedos y empezó a lamer el capullo. Después se colocó entre las piernas de Colben y comenzó a chuparle la verga con frenesí.
En este momento, un piano con sonido a lata como aquellos que se tocaban antaño en
los bares o cuando el cine mudo, comenzó a interpretar Humoresque de Dvorak. La
cámara se desplazó, enfocando la cara de Colben; sus ojos estaban cerrados y tenía un
aspecto estático, estúpidamente feliz.
Por primera vez se oyó la voz de la mujer:
—Avísame justo antes de correrte, querido. Unos treinta segundos antes. Tengo una
maravillosa sorpresa para ti. Algo formidable.
La policía había examinado la voz en el osciloscopio pero se habían introducido
distorsiones. Debido a ello la voz sonaba muy hueca y temblorosa.
—Ve más despacio, muñeca —dijo Colben—. Tómatelo con calma, igual que la última
vez. Fue el orgasmo más fantástico que haya tenido en mi vida. Ahora vas demasiado
aprisa. Y no me metas el dedo por el culo como la otra vez, me duelen las almorranas.
La primera vez que se había proyectado aquella escena, algunos policías habían
lanzado una risotada. Esta vez nadie lo hizo. Se produjo un inaudible pero notorio
movimiento en los espectadores. El humo de los cigarrillos pareció solidificarse; la leche verde apresada por el rayo de luz se volvió aún más agria. El comisionado inspiró con tanta fuerza que tuvo un fuerte acceso de tos.
El piano interpretaba la Obertura de Guillermo Tell. El sonido metálico de la música
resultaba incongruente; era esa misma incongruencia la que le hacía parecer tan
horrenda.
La mujer alzó la cabeza y preguntó:
—¿Vas a correrte, mon petit?
—Sí —gimió Colben—. ¡Ahora! ¡Ahora!
La mujer miró a la cámara y sonrió. La carne de su cara pareció volatilizarse,
descubriendo unos huesos como fosforescentes, de contornos imprecisos. Sólo el cráneo
apareció contrastado y brillante. Luego la carne reapareció, recubriendo los huesos.
La mujer sonrió lascivamente a la cámara y bajó de nuevo la cabeza. Esta vez se puso
en cuclillas bajo la mesa, con la cámara siguiendo sus movimientos. Cogió algo de un
pequeño estante adosado a una pata de la mesa. La luz se intensificó y la cámara se
aproximó aún más.
La mujer había cogido una dentadura postiza. Parecía hecha de hierro; los dientes
estaban afilados como hojas de afeitar y eran puntiagudos como los de un tigre.
Sonrió, depositó la dentadura sobre el estante, y con las dos manos se sacó la
dentadura que llevaba puesta. Inmediatamente pareció envejecer treinta años. Depositó
los blancos dientes sobre el estante y después se insertó la dentadura de hierro en la boca. Deslizó la punta del índice entre los nuevos dientes y mordió suavemente. Después apartó el dedo y lo situó de forma que la cámara pudiera enfocarlo. Del mordisco fluía una sangre roja y brillante.
Se puso en pie y se limpió el corte con el abultado glande de Colben, inclinándose
después para lamer la sangre. Colben se puso a gemir: —¡Oh, Dios mío! —exclamó—.
¡Me corro! Su boca se cerró en torno al glande y chupó ruidosamente. Colben empezó a
estremecerse y a gemir. La cámara mostró su rostro un momento, después volvió a su
posición anterior, encuadrando a la mujer de perfil.
Súbitamente, ella alzó la cabeza con un movimiento brusco. El sexo, agitado por
violentas convulsiones, lanzaba borbotones de esperma espesa y blancuzca. Ella abrió la boca de par en par, se precipitó sobre la verga y mordió. Los músculos de su mandíbula se anudaron; los músculos de su cuello se tensaron como cables de acero. Colben aulló.
Ella, moviendo rápidamente la cabeza de atrás adelante, mordió una y otra vez. De su
boca chorreaba la sangre, tiñendo de rojo el vello púbico de Colben....
La imagen de la bestia
Philip José Farmer

Hubo un tiempo en que yo también necesitaba el aire

Hubo un tiempo en el que yo también necesitaba el aire. Como vosotros, no podía vivir sin él. No se realmente cuanto hace de eso porque aquí abajo el tiempo es más difícil de medir. Pudieron pasar meses o décadas. Poco importa.

Mi vida antes del "cambio" era bastante normal, con momentos mejores y peores. Con instantes de felicidad que ahora brillan como novas entre mis neuronas y ocasiones amargas que al difuminarse con el tiempo pierden su trágico protagonismo para convertirse en simples escollos en el camino. Una racha de malos momentos, torpezas inacabables y falta de aciertos me empujó a plantearme una huida hacia ¿dónde? no tenía ni idea.

Mi primer planteamiento fue utilizar el coche. Conducir con el deposito lleno, a cada vez más velocidad y cerrar los ojos, dejarte llevar por el ciego instinto hacia un camión, un muro o una cuneta. Lo hice en varias ocasiones pero siempre acababa abriendo los ojos. Supongo que me picaba la curiosidad y quería ver contra que me la iba a pegar. Y claro, no me la pegaba.

Pero se presento una oportunidad un día que, con unos amigos, fui a bucear. Cuando llevabamos ya un buen rato abajo y el profundímetro rondaba los cuarenta metros me alejé un poco de ellos. Me quite el chaleco, que con esa presión hacia honor a su nombre pues apenas abultaba más que una simple tela, saqué el regulador de mi boca y me arranqué las gafas de la cara. Mis compañeros no sabían que pasaba, así que aprovechando su indecisión me lancé con toda la fuerza que podía sacar de mis aletas, alejándome de ellos y ganando profundidad por momentos.

El dolor en los oidos se hizo insoportable ante el brusco descenso, todo mi cuerpo sentía la presión aplastante de toneladas de agua sobre mí, los pulmones me estallaban pidiendo aire. Abrí la boca y tragué buscando un rápido fin pero ...

Pero no pasó nada. Bueno, sí que pasó. Pasó que el dolor desapareció, que la presión se convirtió en una cómoda y agradable compañía, que mi vista se aclaró y pude ver mejor que nunca lo había hecho en el mundo de la superficie, ..... y sobre todo pasó que pude seguir respirando o como se llame eso que ahora hago.

En aquel momento me convertí en parte del Azul y en él vivo recorriéndolo a mi antojo en cualquier dirección, desde la cálida superficie hasta la más fría de las profundidades. Buscando el fin encontré el comienzo ...

PACO


miércoles, 27 de junio de 2007

Durante toda su juventud el principe ...



Durante toda su juventud, el príncipe había oído la historia de la Bella Durmiente, condenada a dormir durante cien años, al igual que sus padres, el rey y la reina, y toda la corte, después de haberse pinchado el dedo con un huso.
Pero no creyó en la leyenda hasta que estuvo dentro del castillo.
Ni siquiera la había creído al ver los cuerpos de otros príncipes atrapados en las espinas de los rosales trepadores que cubrían los muros. Ellos sí habían acudidos movidos por un convencimiento, eso era cierto, pero él necesitaba ver con sus propios ojos el interior del castillo.
El príncipe, imprudente por efecto del dolor que sentía tras la muerte de su padre y demasiado poderoso bajo el reinado de una madre que lo favorecía en exceso, cortó de raíz las imponentes trepadoras, impidiendo de este modo que lo apresaran entre su maraña. No era el deseo de morir sino el de conquistar el que lo empujaba.
Avanzando con tiento entre los esqueletos de los que no habían logrado resolver el misterio, se introdujo a solas en la gran sala de banquetes.
El sol brillaba en lo alto del cielo y las enredaderas habían retrocedido permitiendo que la luz cayera en haces polvorientos desde las encumbradas ventanas.
Todavía instalados ante la mesa de banquetes y cubiertos por varias capas de polvo, el príncipe descubrió a los hombres y mujeres de la antigua corte que dormían con los rostros inanimados y rubicundos envueltos por telas de araña.
Se quedó boquiabierto al ver a los sirvientes dormidos contra las paredes, con las ropas consumidas y convertidas en andrajos.
Así que la antigua leyenda era cierta. Con la misma osadía de antes, inició la búsqueda de la Bella Durmiente, que debía hallarse en el centro de todo aquello.
La encontró en la alcoba más alta de la casa. Finalmente, tras sortear los cuerpos de doncellas y criados dormidos, y respirar el polvo y la humedad del lugar, se halló en el umbral de la puerta de su santuario.
Sobre el terciopelo verde oscuro de la cama, el cabello pajizo de la princesa se extendía largo y liso, y el vestido, que formaba holgados pliegues, revelaba los pechos redondeados y las formas de una joven.
Abrió las contraventanas cerradas. La luz del sol resplandeció sobre ella. El príncipe se acercó un poco más y soltó un ahogado suspiro al tocar la mejilla, los labios entreabiertos y los dientes y, después, los delicados párpados.
El rostro le pareció perfecto; y la túnica bordada, que se le había pegado al cuerpo y marcaba el pliegue entre sus piernas, permitía adivinar la forma de su sexo.
Desenvainó la espada con la que había cortado todas las enredaderas que cubrían los muros y, deslizando cuidadosamente la hoja entre sus pechos, rasgó con facilidad el viejo tejido del vestido que quedó abierto hasta el borde inferior. Él separó las dos mitades y la observó. Los pezones eran del mismo color rosáceo que sus labios, y el vello púbico era castaño y más rizado que la larga melena lisa que le cubría los brazos hasta llegar casi a las caderas por ambos costados.
Separó de un tajo las mangas y alzó con suma delicadeza el cuerpo de la joven para liberarlo de todas las ropas. El peso de la cabellera pareció tirar de la cabeza de ésta, que quedó apoyada en los brazos de él al tiempo que la boca se abría un poco más.
El príncipe dejó a un lado la espada. Se quitó la pesada armadura y a continuación volvió a alzar a la princesa sosteniéndola con el brazo izquierdo por debajo de los hombros y la mano derecha entre las piernas, el pulgar en lo alto del pubis.
Ella no profirió ningún sonido; pero si fuera posible gemir en silencio, la princesa gimió con la actitud de su cuerpo. Su cabeza cayó hacia él, quien sintió la caliente humedad del pubis contra su mano derecha. Al volver a tenderla, le apresó ambos pechos y los chupó suavemente, primero uno y luego el otro.
Eran éstos unos pechos llenos y firmes, pues la joven tenía quince años cuando la maldición se apoderó de ella. Él le mordisqueó los pezones, al tiempo que le meneaba los senos casi con brusquedad, como si quisiera sopesarlos; luego se deleitó palmeteándolos ligeramente hacia delante y atrás.
Al entrar en la estancia el deseo le había invadido con fuerza, casi dolorosamente, y ahora le incitaba de forma casi cruel.
Se subió sobre ella y le separó las piernas, mientras pellizcaba suave y profundamente la blanca carne interior de los muslos. Estrechó el pecho derecho en su mano izquierda e introdujo su miembro sosteniendo a la princesa erguida para poder llevar aquella boca hasta la suya y, mientras se abría paso a través de su inocencia, le separó la boca con la lengua y le pellizcó con fuerza el pecho.
Le chupó los labios, le extrajo la vida y la introdujo en él. Cuando el príncipe sintió que su simiente explotaba dentro del otro cuerpo, la joven gritó.
Luego sus ojos azules se abrieron.
—¡Bella! —le susurró.
Ella cerró los ojos, con las cejas doradas ligeramente fruncidas en un leve mohín mientras el sol centelleaba sobre su amplia frente blanca.
Le levantó la barbilla, besó su garganta y, al extraer su miembro del sexo comprimido de ella, la oyó gemir debajo de él.
La princesa estaba aturdida. La incorporó hasta dejarla sentada, desnuda, con una rodilla doblada sobre los restos del vestido de terciopelo esparcidos encima de la cama, que era tan lisa y dura como una mesa.
—Os he despertado, querida mía —le dijo—. Habéis dormido durante cien años, igual que todos los que os querían....
El rapto de la Bella Durmiente
Anne Rice

lunes, 25 de junio de 2007

Los chiquillos llegaron temprano al ahorcamiento



Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.
Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de las covachuelas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde la horca permanecía a la espera.
Los muchachos aborrecían cuanto sus mayores tenían en estima.
Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y, de encontrarse con un animal herido, lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración especial ante una mutilación. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey.
Amaban la violencia, podían recorrer millas para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían un ahorcamiento.
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros lanzaron voces de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a devorar una manzana, y uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando.
Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de que sucediera algo.
Pronto un grupo de hombres jóvenes, mozos de caballos, braceros y aprendices irrumpieron en la plaza del mercado. Desalojaron a bofetadas y puntapiés a los chiquillos del pórtico de la iglesia recostándose luego en los arcos de piedra esculpida, rascándose, escupiendo en el suelo y comentando con afectada seguridad la muerte por ahorcamiento. Si tiene suerte, afirmaba uno, el cuello se lo rompe tan pronto como cae, una muerte rápida y sin dolor. Pero de no ser así se queda ahí colgado, se pone amoratado, con la boca abierta, y se agita como un pez fuera del agua hasta quedar estrangulado. Otro aseguró que morir así podía durar el tiempo que le cuesta a un hombre recorrer una milla, y un tercero dijo que aun podía ser peor. Él había presenciado un ahorcamiento de un hombre en que el cuello se le había alargado treinta centímetros para cuando murió.
Y de repente, más o menos en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo. El sheriff iba en cabeza montando un hermoso corcel negro seguido por un carro tirado por bueyes en el que iba el prisionero maniatado.
Detrás del carro cabalgaban tres hombres y aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la procesión.
Todos ellos habían estado ante el tribunal del Condado reunido en la nave de la iglesia el día anterior. El sacerdote había pillado al ladrón con las manos en la masa, el monje había identificado el cáliz de plata como perteneciente al monasterio, el caballero era el señor del ladrón y le había identificado como fugitivo. Y el sheriff le había condenado a muerte.
Mientras descendían lentamente por la ladera de la colina, el resto del pueblo se había agolpado alrededor de la horca. Entre los últimos en llegar se encontraban los ciudadanos más destacados. El carnicero, el panadero, dos curtidores, dos herreros, el cuchillero y el saetero, todos ellos con sus esposas.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Habitualmente disfrutaban con los ahorcamientos. Por lo general el preso era un ladrón, y ellos aborrecían a los ladrones con la rabia de la gente que ha luchado con dureza por lograr lo que tenían. Pero aquel ladrón era diferente. Nadie sabía quién era ni de dónde había llegado. No les había robado a ellos sino a un monasterio que se encontraba a veinte millas de distancia. Y había robado un cáliz incrustado de piedras preciosas, algo de un valor tan grande que hubiera sido virtualmente imposible venderlo, pues no era como vender un jamón, un cuchillo nuevo o un buen cinturón, cuya pérdida hubiera podido perjudicar a alguien. No podían odiar a un nombre por un delito tan inútil. Se escucharon algunos insultos y silbidos al entrar el preso en la plaza, pero incluso éstos carecían de entusiasmo y sólo los chiquillos se burlaron de él con encarnizamiento. A las mozas les pareció feo, las viejas sintieron lastima de él y los chiquillos se morían de risa.
El sheriff les era familiar, pero los otros tres hombres que habían decidido la condena del ladrón les resultaban extraños. El caballero, un hombre gordo y rubio, era sin duda una persona de cierta importancia pues montaba un caballo de batalla, un enorme animal que costaría al menos lo que un carpintero podía ganar en diez años. El monje, mucho más viejo, tendría unos cincuenta años. Era un hombre alto y flaco e iba derrumbado sobre su montura como si la vida fuera para él una carga insoportable. El sacerdote era realmente impresionante, un hombre joven de nariz afilada, pelo negro y lacio, enfundado en ropajes negros y montando un semental castaño. Tenía la mirada viva y peligrosa, como la de un gato negro capaz de olisquear un nido de ratoncillos.
Un chiquillo, apuntando cuidadosamente, escupió al prisionero. Fue un buen disparo y le dio entre los ojos. El preso gruñó una maldición y se lanzó hacia el que le había escupido, pero se vio inmovilizado por las cuerdas que le sujetaban a cada lado del carro.
El incidente hubiera carecido de importancia de no haber sido porque las palabras que pronunció eran en francés normando, la lengua de los señores. ¿Era de alto linaje o simplemente se encontraba muy lejos de casa? Nadie lo sabía.
El carro de bueyes se detuvo delante de la horca. El alguacil del sheriff subió hasta la plataforma del carro con el dogal en la mano. El prisionero comenzó a forcejear. Los chiquillos lanzaron vítores; se hubieran sentido amargamente decepcionados si el prisionero hubiera permanecido tranquilo. Las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos le impedían los movimientos, pero sacudía bruscamente la cabeza a uno y otro lado intentando evadirse del dogal. El alguacil, un hombre corpulento, retrocedió un paso y golpeó al prisionero en el estómago.
El hombre se inclinó hacia delante, falto de respiración, y el alguacil aprovechó para deslizarle el dogal por la cabeza y apretar el nudo. Luego saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un gancho colocado al pie de la horca.
Aquel era el momento crucial. Si el prisionero forcejeaba sólo lograría adelantar su muerte.
Entonces los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole en pie sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se hizo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba ese punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos o la mujer sacaba un cuchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un ultimo intento de liberarle. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios pidiendo el perdón o lanzaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a cada lado de la horca, dispuestos a intervenir de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar. Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío. Gradualmente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien miraba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchacha de unos quince años. Al mirarla, la gente se preguntaba cómo no se habrían dado cuenta antes de su presencia. Tenía un pelo largo y abundante de un castaño oscuro, brillante, que le nacía en la frente despejada con lo que la gente llamaba pico de viuda. Los rasgos eran corrientes y la boca sensual, de labios gruesos.
Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer, pero nadie más observó nada salvo sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y penetrantes que cuando miraba a alguien sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas le caían por las suaves mejillas.
Una vez acabada la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento. Éste gritó "¡Jop!", azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía chasquear también su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso, el buey arrastró el carro y el preso quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se rompió con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo la joven era el motivo del grito. Había caído de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella. Era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. La gente se apartó temerosa pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ahorcamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven dirigió la mirada de sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldición, subiendo el tono de su voz a medida que pronunciaba las palabras:
—Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angustia...
Los Pilares de la Tierra
Ken Follet

De los dos fanáticos sureños



De los dos fanáticos sureños, el menor y el menos corpulento era Billy Ray Cobb. A los
veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de
Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un granuja flacucho y de malas
pulgas que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de
drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los
carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño
negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de
Ford County. Era en hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos
impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los
últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares
contantes y sonantes por una lujosa Camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y
con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo
terreno eran producto de un intercambio comercial y la bandera rebelde que colgaba de la
ventana posterior la había robado a un compañero borracho en un partido de fútbol de Ole
Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de
la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que
disfrutaba de su turno con la negrita.
Willard era cuatro años mayor que él y unos doce años más atrasado. En general, era un
individuo inofensivo que nunca había tenido un empleo estable, pero tampoco ningún lío grave.
Alguna noche en la comisaría después de una pelea: nada digno de mención. Se autodefinía
como talador de árboles, pero el dolor de espalda solía mantenerlo alejado del bosque. Se
había lastimado la espalda en una plataforma petrolífera de algún lugar del Golfo y había
recibido una generosa recompensa de la empresa, que perdió cuando su ex esposa lo dejó sin
blanca. Su vocación primordial consistía en trabajar de vez en cuando para Billy Ray Cobb, que
pagaba poco pero era generoso con la droga. Por primera vez en muchos años, Willard la
tenía siempre a mano. Y siempre la necesitaba. Le ocurría desde que se había lastimado la
espalda.
La niña tenía diez años y era pequeña para su edad. Se apoyaba sobre los codos, unidos y
atados con una cuerda de nilón amarillo. Tenía las piernas abiertas de un modo grotesco, con
el pie derecho atado a un vástago de roble y el izquierdo a una estaca podrida de una verja
abandonada. La cuerda le había lastimado los tobillos y tenía las piernas empapadas de
sangre. Su rostro estaba hinchado y sangriento, con un ojo abultado y cerrado y el otro medio
abierto, por el que veía al hombre blanco sentado en la camioneta. No miraba al que tenía
encima, que jadeaba, sudaba y echaba maldiciones. Le hacía daño.
Cuando terminó, la abofeteó y se rió. El otro individuo también se rió y ambos empezaron a
revolcarse por el suelo junto a la camioneta, como si estuvieran locos, soltando gritos y
carcajadas. La niña volvió la cabeza y lloró quedamente, procurando que no la oyeran. Antes la
habían golpeado por llorar y gemir, y habían jurado matarla si no guardaba silencio.
Cansados de reírse, se subieron a la caja de la camioneta, donde Willard se limpió con la
camisa de la negrita, que estaba empapada de sudor y sangre. Cobb le ofreció una cerveza fría
de la nevera e hizo un comentario relacionado con la humedad. Contemplaron a la niña, que
sollozaba y hacía extraños ruidos discretos hasta que se quedó tranquila. La cerveza de Cobb
estaba medio vacía y bastante caliente. Se la arrojó a la niña. Le dio en el vientre, que cubrió
de espuma, y siguió rodando por el suelo hasta acercarse a un montón de latas vacías, todas
procedentes de la misma nevera. Le habían arrojado a la niña, entre carcajadas, una docena
de latas a medio consumir. A Willard le resultaba difícil alcanzar el objetivo, pero los disparos
de Cobb eran bastante certeros. No es que les gustara desperdiciar la cerveza, pero era más
fácil dominar las latas con un poco de peso, y les divertía enormemente ver cómo se
desparramaba la espuma.
La cerveza caliente se mezclaba con la sangre y le corría por el cuello y la cara hasta un
charco junto a su cabeza. La niña permanecía inmóvil. Willard preguntó a Cobb si creía que
estaba muerta. Cobb abrió otra cerveza y le respondió que no lo estaba, porque, para matar a
un negro, generalmente no bastaba con unas patadas, una paliza y la violación. Se necesitaba
algo más, como un cuchillo, una pistola o una cuerda, para deshacerse de un negro.
A pesar de que nunca había participado en ninguna matanza, había vivido con un montón de
negros en la cárcel y lo sabía todo acerca de ellos. No dejaban de matarse entre sí, y siempre
utilizaban algún tipo de arma. Los que sólo recibían una paliza o eran violados, nunca morían.
Algunos de los blancos apaleados y violados habían fallecido. Pero nunca un negro. Tenían la
cabeza más dura. Willard parecía satisfecho.
Willard preguntó a su compañero qué pensaba hacer ahora que habían acabado con la niña.
Cobb dio una calada al porro, tomó un sorbo de cerveza y respondió que todavía no había
acabado con ella. Se apeó de un brinco y cruzó haciendo eses el pequeño claro en el bosque,
hacia el lugar donde la niña estaba atada. Le chilló y echó maldiciones para despertarla antes
de verter la cerveza fría sobre su cara mientras reía como un loco.
Ella vio que daba la vuelta al árbol y se detenía para mirarla fijamente entre las piernas.
Cuando comprobó que se bajaba los pantalones, ladeó la cabeza y cerró lo ojos. Volvía a
hacerle daño. Miró hacia el bosque y vio algo: a un hombre que corría como un loco entre la
maleza y los matorrales. Era su papá, que, dando gritos, corría desesperadamente para
salvarla. Lo llamó, pero él desapareció. Se quedó dormida.
Cuando despertó, uno de los individuos estaba acostado bajo la caja de la camioneta y el
otro bajo un árbol. Ambos dormían. Tenía las piernas y los brazos paralizados. La sangre, la
cerveza y la orina se habían mezclado con el polvo para formar una pasta pegajosa que
sujetaba su pequeño cuerpo al suelo, que crujía cuando se movía y contorsionaba. Debo
escapar, pensó, pero con el mayor de los esfuerzos sólo logró moverse unos centímetros a la
derecha. Sus pies estaban atados tan arriba que sus nalgas apenas tocaban el suelo. Las
piernas y los brazos, entumecidos, se negaban a moverse.
Miró hacia el bosque en busca de su padre y lo llamó sin levantar la voz. Esperó y volvió a
quedarse dormida. Cuando despertó por segunda vez, ambos individuos estaban levantados y
dando vueltas. El más alto se le acercaba haciendo eses, con un pequeño cuchillo en la mano.
La agarró del tobillo izquierdo y atacó furiosamente la cuerda hasta cortarla. A continuación le
soltó la pierna derecha y la niña se dobló en posición fetal, de espaldas a ellos. Cobb arrojó
una cuerda por encima de la rama de un árbol e hizo un nudo corredizo en un extremo de la
misma. Agarró a la niña por la cabeza, le colocó la cuerda alrededor del cuello, cogió el otro
extremo de la misma y se dirigió a la cola del vehículo, donde Willard fumaba un nuevo porro
con una sonrisa en los labios por lo que Cobb estaba a punto de hacer. Cobb tensó la cuerda y
le dio un brutal tirón, arrastrando el pequeño cuerpo desnudo hasta detenerse bajo la rama.
Puesto que la niña tosía y jadeaba, tuvo la amabilidad de aflojar un poco la cuerda para
concederle unos minutos de gracia. La ató al parachoques de la camioneta y abrió otra lata de
cerveza.
Permanecieron sentados en la cola del vehículo mientras bebían, fumaban y contemplaban a
la niña. Habían pasado la mayor parte del día junto al lago con unas chicas a las que suponían
presa fácil, pero resultaron ser intocables. Cobb había sido generoso con las drogas y la
cerveza, y, sin embargo, las chicas no correspondieron. Habían abandonado el lago frustrados
y conducían sin rumbo fijo cuando se encontraron casualmente con la niña. Andaba por un
camino sin asfaltar con una bolsa de víveres cuando Willard le dio en la nuca con una lata de
cerveza.
-¿Piensas hacerlo? -preguntó Willard con los ojos empañados e irritados.
-No. Dejaré que lo hagas tú -titubeó Cobb-. Ha sido idea tuya.
Willard le dio una calada al porro y escupió.
-No ha sido idea mía. Tú eres el experto en matar negros. Hazlo tú.
Cobb desató la cuerda del parachoques y dio un tirón. La niña, que ahora los observaba
atentamente, quedó cubierta de pequeños fragmentos de corteza de olmo. Tosió.
De pronto, oyó algo: un coche cuyos tubos de escape hacían mucho ruido. Ambos individuos
se volvieron para observar el camino en dirección a la lejana carretera mientras blasfemaban y
se movían de un lado para otro. Uno de ellos golpeó la caja de la camioneta y el otro se acercó
corriendo a la niña. Tropezó y cayó cerca de ella. Sin dejar de blasfemar, la agarraron, le
retiraron la cuerda del cuello, la arrastraron hasta la camioneta y la arrojaron sobre la caja.
Cobb la abofeteó y amenazó con matarla si no se quedaba quieta y guardaba silencio. Dijo que
la llevaría a su casa si no se movía y obedecía, pero que, de lo contrario, la mataría. Cerraron
las puertas y salieron a toda velocidad. Regresaba a su casa. Perdió el conocimiento.
Cobb y Willard saludaron con la mano a los ocupantes del Firebird de sonoros tubos de
escape cuando se cruzaron en el estrecho camino. Willard volvió la cabeza para asegurarse de
que la negrita permanecía oculta. Llegaron a la carretera y Cobb aceleró.
-¿Y ahora qué? -preguntó Willard intranquilo.
No lo sé -respondió, indeciso, Cobb-. Pero hemos de hacer algo antes de que me deje el
vehículo lleno de sangre. Fíjate en ella, sangra por todas partes.
-Arrojémosla desde el puente -propuso orgullosamente Willard después de vaciar su lata de
cerveza.
-Buena idea. Una idea excelente -dijo Cobb al tiempo que daba un frenazo-. Dame una
cerveza.
Willard se apeó obedientemente y se dirigió a la caja en busca de dos latas.
-Incluso la nevera está manchada de sangre -comentó después de que reemprendieran la
marcha....

Tiempo de matar
John Grisham

Los asesinatos no seguían un esquema fijo ...


Los asesinatos no seguían un esquema fijo. Los cuerpos aparecían apares, a tríos, a solas... o no aparecían. Algunas desapariciones eran
incruentas, otras dejaban litros de sangre. No había testigos ni
supervivientes. El lugar no parecía importar: la familia Weimont vivía
en una de las villas de los alrededores, pero Sira Rob nunca
abandonaba su estudio del centro de la ciudad; dos víctimas
desaparecieron a solas, de noche, mientras paseaban por el Jardín Zen,
pero la hija del canciller Lehman tenía guardaespaldas privados y sin
embargo desapareció mientras estaba sola en un cuarto de baño en el
séptimo piso del palacio de Triste Rey Billy.
En Lusus, Centro Tau Ceti y otros viejos mundos de la Red, la muerte
de mil personas constituye una noticia de poca monta --información
para la esfera de datos o las páginas interiores del periódico
matutino--, pero en una ciudad de seis mil personas y una colonia de
cincuenta mil, doce asesinatos --como la proverbial sentencia a ser
colgado al amanecer-- concentran maravillosamente la atención.
Yo conocía a Melindre Harris, una de las primeras víctimas. Harris
había sido una de mis primeras conquistas como sátiro --y una de las
más entusiastas--: una hermosa muchacha, cabello largo y rubio
demasiado suave para ser real, una tez de melocotón fresco demasiado
virginal para soñar con tocarla, una belleza demasiado perfecta para
creerla, precisamente la mujer a la que incluso el hombre más tímido
sueña con violar. Esta vez la violaron en serio. Encontraron sólo la
cabeza, apoyada en el centro de la plaza Lord Byron como si la
hubieran enterrado hasta el cuello en mármol líquido. Cuando oí los
detalles comprendí con qué clase de criatura nos las veíamos, pues un
gato que teníamos en la finca de mamá dejaba ofrendas similares en el
patio sur en las mañanas de verano: la cabeza de un ratón mirando
desde la piedra arenisca en pleno asombro de roedor, o a veces la
sonrisa dentuda de una ardilla: trofeos de muerte de un depredador
orgulloso pero hambriento.
Triste Rey Billy me visitó mientras yo trabajaba en mis Cantos.
--Buenos días, Billy --saludé.
--Majestad --rezongó Su Majestad en una rara muestra de regia
irritación. Había dejado de tartamudear el día en que la real nave de
descenso aterrizó en Hype-rion.
--Buenos días, Billy, majestad.
Mi señor soltó un gruñido, apartó unos papeles y se las apañó para
sentarse en el único charco de café que había en un banco, por lo
demás seco.
--Estás escribiendo de nuevo, Silenus.
No vi razones para reconocer lo evidente.
--¿Siempre has usado pluma?
--No, sólo cuando quiero escribir algo digno de leerse.
--¿Eso es digno de leerse? --Señaló los manuscritos que yo había
apilado en dos semanas locales de trabajo.
--Sí.
--¿Sí? ¿Sólo sí?
--Sí.
--¿Lo podré leer pronto?
--No.
Billy bajó la mirada y advirtió que tenía la pierna en un charco de
café. Frunció el ceño y limpió el charco con el borde de la capa.
--¿Nunca? --preguntó.
--No, a menos que me sobrevivas.
--Es mi pretensión --admitió el rey--. Mientras tú mueres por ser el
carnero de las ovejas del reino.
--¿Eso es un intento de metáfora?
--En absoluto --replicó Billy--. Sólo una observación.
--No he mirado a una oveja desde mis días de infancia en la granja. En
una canción prometí a mi madre que no volvería a follar ovejas sin
pedirle permiso.
Mientras el rey Billy me miraba apesadumbrado, entoné unas notas de
una antigua canción llamada Nunca habrá otra oveja.
--Martin, alguien o algo está matando a mi gente.
Aparté el papel y la pluma.
--Lo sé.
--Necesito tu ayuda.
--¿Cómo, por Dios? ¿Quieres que busque al asesino como un detective de
HTV? ¿Tener una puñetera lucha a muerte en las puñeteras Cascadas de
Reichenbach?
--Eso sería satisfactorio, Martin. Pero por ahora bastarían unas
opiniones y consejos.
--Opinión Una, fue estúpido venir aquí. Opinión Dos, es estúpido
quedarse. Consejo Alfa y Omega: Márchate.
Billy asintió, abatido.
--¿Marcharme de esta ciudad o de toda Hyperion?
Me encogí de hombros.
Su Majestad se levantó y se dirigió a la ventana de mi pequeño
estudio. Daba a un callejón de tres metros y a la pared de ladrillos
de una planta de reciclaje automática vecina. Billy estudió la vista.
--¿Conoces la antigua leyenda del Alcaudón? --preguntó.
--Sí.
--Los aborígenes asocian al monstruo con las Tumbas de Tiempo.
--Los aborígenes se pintarrajean el vientre para celebrar la cosecha y
fuman tabaco no recombinatorio.
Billy asintió ante la sabiduría del comentario.
--El equipo inicial de la Hegemonía tenía miedo de esta zona. Puso los
grabadores multicanal y mantuvo sus bases al sur de la Brida.
--Mira, majestad... ¿qué quieres? ¿Absolución por haber cometido el
error de fundar la ciudad aquí? ¡Estás absuelto! Ve y no peques más,
hijo mío. Ahora, alteza, si no te molesta, adiós. Debo escribir unos
versos procaces.....

Los Cantos de Hyperion
Dan Simmons

domingo, 24 de junio de 2007

Comenzando

Le añado un nuevo apéndice al blog (a este paso acabará convertido en un pulpo). Se trata solo de ficción. Y en dosis pequeñas. Poco espacio, poco tiempo. Intentaré contar cosas que se le vayan ocurriendo a mi calenturienta mente. También recurriré a fragmentos de libros que me gusten o signifiquen algo especial (en ese caso citaré el título y el autor). Y por supuesto supongo que no hace falta decir que lo abro a todos los que colaboráis conmigo habitualmente con vuestros artículos y comentarios. Estáis invitados a escribir (ya sabéis mi correo). Eso sí, os aviso de mi gusto por lo escabroso, lo inquietante, lo erótico, lo morboso, lo especial, lo diferente, lo ....
Espero que os divirtáis.