viernes, 29 de junio de 2007

Leche verde agriada ...



Leche verde agriada.
El humo ascendía hacia la luz, y el humo y la luz se fundían en uno para convertirse en leche verde. La leche se fisionaba, ascendía, recubría el techo de una humareda opaca.
El smog estaba en todas partes. Arriba. Abajo. En la sala. Afuera. Verde y agrio.
Aquella sensación agria emanaba no sólo del smog que se había introducido en el
edificio a través de los aparatos de aire acondicionado y de las vaharadas de tabaco que inundaban la habitación. Procedía también del recuerdo de las imágenes que Childe había visto aquella mañana, y sabía que volvería a ver en los próximos minutos.
Herald Childe nunca había visto la sala de proyecciones del Departamento de Policía
de Los Angeles sumida en una tal oscuridad. El rayo luminoso procedente de la cabina de proyección habitualmente aclaraba la penumbra, pero el humo de cigarros y cigarrillos, el smog y el estado de ánimo de los espectadores oscurecían todo. Incluso la plateada luz de la pantalla parecía absorber la luz en lugar de reflejarla a los espectadores.
Allá arriba, donde el rayo luminoso se encontraba con el humo del tabaco, se formaba
leche verde que se cortaba y agriaba. Así veía las cosas Herald Childe, y la imagen no era exagerada. Los condados de Los Angeles y Orange estaban siendo asfixiados por la peor racha de smog de la historia. Durante un día y una noche y otro día y otra noche no se había movido ni un hálito de viento. Al tercer día, daba la impresión de que la situación podía prolongarse indefinidamente.
El smog. Ahora podía olvidarse del smog.
Abierto de brazos y piernas, en la pantalla aparecía su compañero (posiblemente ex
compañero). Detrás suyo, los cortinones rojo burdeos refulgían sombríamente, y la cara de Matthew Colben, normalmente colorada como el Chianti aguado al cincuenta por
ciento, estaba ahora tan rojo e hinchado como una bolsa de plástico transparente, repleta de vino.
La cámara se alejó de la cara para mostrar el resto de su cuerpo y parte de la
habitación. Estaba tumbado de espaldas y desnudo. Sus brazos estaban sujetos con
correas a sus costados, y sus piernas, también sujetas con correas, formaban una V. Su sexo se bamboleaba sobre el muslo izquierdo como un grueso gusano ebrio.
La mesa debía haber sido fabricada con el propósito de amarrar a ella hombres con las
piernas separadas, de modo que otras personas pudieran caminar entre ellas.
Aparte de la mesa de madera en forma de Y, la gruesa alfombra color rojo vino y los
cortinones color burdeos, la habitación estaba vacía. La cámara giró sobre sí misma para mostrar los cortinones y después volvió a su posición inicial y se elevó. La figura completa de Matthew Colben apareció como podría verla una mosca desde el techo, su cabeza reposaba sobre una almohada oscura. Levantó los ojos hacia la cámara y sonrió estúpidamente. No parecía importarle lo más mínimo el estar amarrado e indefenso.
Las escenas previas explicaban el porqué. Se veía cómo Colben había pasado,
mediante un condicionamiento muy preciso, del terror impotente a una excitación febril.
Childe, que había ya presenciado la película completa, sintió como sus entrañas se
retorcían y entrenudaban y, con sus extremos enroscados a su columna vertebral,
parecían querer estrangularse unas a otras.
Colben sonreía beatíficamente.
—¡Estúpido! —murmuró Childe—, ¡pobre jodido estúpido! El hombre sentado a la
derecha de Childe se volvió hacia él y dijo:
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Nada, comisionado.
Pero sentía como si su pene se estuviera retrayendo al interior de su abdomen,
arrastrando sus testículos tras él.
Las cortinas se abrieron, y la cámara hizo un zoom hacia un inmenso ojo oscuro,
bordeado de negro, de largas pestañas, después se desplazó hacia abajo a lo largo de
una estrecha y recta nariz y unos labios turgentes de un rojo vivísimo. Una lengua rosada se deslizó entre unos dientes anormalmente blancos e iguales, se disparó varias veces con un movimiento de vaivén. Un hilo de saliva se deslizaba por el mentón y después desapareció.
La cámara se desplazó hacia atrás. Los cortinones se abrieron de golpe y entró una
mujer. Su pelo negro y brillante estaba peinado hacia atrás y caía en cascada hasta su cintura. Su cara estaba muy maquillada: falsos lunares, rouge, polvos, pinturas verdes, rojas, negras y azules en torno a los ojos y un rizo azulado que bajaba por sus mejillas, pestañas postizas y un diminuto anillo de oro sujeto a la nariz. La bata verde, cerrada en torno al cuello y al talle, era tan tenue que parecía estar desnuda. Lo que no le impidió desatar los cordones que sujetaban el cuello y la cintura, y dejó deslizar la bata hasta el suelo, mostrando que podía estar aún más desnuda.
La cámara encuadró a la mujer. En la base del cuello tenía un hoyo profundo y los
huesos que lo rodeaban eran finos y delicados. Los pechos eran turgentes pero no
grandes, ligeramente cónicos y respingones, con pezones estrechos y largos, casi
afilados. Los pechos se sustentaban en una amplia caja torácica. El abdomen se hundía
hacia el interior; en sus caderas enjutas los huesos eran algo prominentes. La cámara
giró, o ella se dio la vuelta. (Childe no podía estar seguro, porque la cámara estaba muy cerca de ella, y carecía de puntos de referencia.) Sus nalgas eran como dos enormes huevos duros.
La cámara giró en torno a ellos, mostrando el estrecho talle y las ovoides caderas, y
después se volvió hacia el techo, que estaba cubierto con una tela del color de un
derrame sanguíneo en el ojo de un borracho. La cámara remontó un muslo blanco y
nacarado; un haz de luz iluminó su entrepierna. La mujer debía haberse abierto de
piernas, allí estaban el pequeño ojo marrón del ano y el borde de los grandes labios de sucoño. El vello era rubio, lo que quería decir que la mujer se había teñido el cabello. O quizás el vello púbico.
La cámara pasó entre las piernas de la mujer —que parecían ahora las colosales
extremidades de una estatua— y después se desplazó lentamente hacia arriba. Se
enderezó a la altura del pubis. Este estaba parcialmente cubierto por una tela triangular sujeta con cinta adhesiva. Childe no acertaba a adivinar la razón. Aunque, sin lugar a dudas, la razón no era el pudor.
Aunque había visto este plano anteriormente, se puso rígido. La primera vez, él —igual que el resto de los espectadores— había dado un brinco y algunos habían maldecido, y uno había lanzado un grito de terror.
La tela estaba tensa sobre el pubis. Un cambio de iluminación reveló súbitamente que
la tela era transparente. El vello formaba un triángulo oscuro y la vulva absorbía suficiente cantidad de tela como para mostrar lo ajustada que ésta estaba.
Abruptamente (y Childe volvió a dar un respingo, aunque sabía lo que venía después)
la tela se hundió aún más profundamente, como si algo desde el interior de la vagina
entreabriera los labios de la vulva. Entonces, algo abultó tras la tela, algo que tan sólo podía haber salido del interior de la mujer. Empujó la tela hacia arriba; la tela se agitó como si un diminuto puño o cabeza la estuviera golpeando, y después el bulto se retrajo y la tela quedó inmóvil de nuevo.
El comisionado, sentado dos asientos más allá de Childe, dijo:
—¿Qué diablos puede haber sido eso?
Expelió el humo de su cigarro y empezó a toser. Childe también tosió:
—Podría ser algo mecánico que llevara metido en el coño —dijo Childe—. O podría
ser... —Dejó su frase (y sus pensamientos) en suspenso. Que supiera, ningún
hermafrodita tenía un pene en el interior del canal vaginal. En cualquier caso, aquello que salía deslizándose al exterior no era un pene; parecía una entidad independiente, dotada de voluntad propia —ésa era la impresión que daba— y desde luego la cosa en cuestión había atacado la tela en más de un lugar.
La cámara hizo un movimiento y encuadró a Colben. Ahora estaba a menos de un
metro de él, alzada varios centímetros. Mostró los pies, aparentemente enormes a tan
corta distancia, las musculadas y peludas pantorrillas, y los muslos extendidos sobre la mesa en forma de Y, los gruesos testículos, el pene como un grueso gusano, que ya no se balanceaba contra el muslo sino que comenzaba a engrosarse y a alzar su inflamada y roja cabeza. Colben no podía haber visto entrar a la mujer, pero evidentemente había sido condicionado de forma que supiera que ella llegaría al cabo de un tiempo después de que le hubieran amarrado a la mesa. El pene estaba despertando como si tuviera oídos —enterrados en el seno de su carne como los de una serpiente—, o como si la hendidura de su glande pudiera detectar —como las fosas nasales de una víbora— el calor emitido por un cuerpo humano.
La cámara se desplazó para tomar de perfil la cabeza de Matthew Colben. El espeso y
rizado cabello gris y negro, las grandes y coloradas orejas, la frente lisa, la gran nariz ganchuda, los delgados labios, la maciza mandíbula con su barbilla maciza y cuadrada como la cabeza de un martillo pilón, su grande y grueso tórax, la protuberancia de una panza obtenida gracias a una concienzuda acumulación de cerveza y filetes, la curva descendente hasta el pene, ahora totalmente erecto e hinchado y duro; las venas eran cuerdas entrelazadas en el cabo de la pasión (Childe no podía evitar el pensar por medio de tales imágenes; manoseaba conceptos con el toque de un Midas). El glande, totalmente al descubierto, brillaba con fluido lubrificante.
Ahora, la cámara se apartó de Colben y se elevó para poder mostrar simultáneamente
al hombre y a la mujer. Ella se acercó lentamente, con las caderas ondulantes; al llegar a la altura de Colben, le murmuró algo. Sus labios se movían, pero no había sonido. El especialista de la policía no había podido leer en sus labios porque la cabeza estaba excesivamente inclinada. Colben dijo también algo, pero sus palabras resultaron indescifrables por la misma razón.
La mujer se inclinó sobre Colben y le puso el pezón izquierdo en la boca. El estuvo un rato chupándoselo; luego la mujer se apartó. Primer plano del pezón, húmedo e hinchado.
Ella le besó en la boca; la cámara se aproximó desde un costado, y la mujer levantó un poco la cabeza para permitir que la cámara filmara su lengua entrando y saliendo de la boca de Colben. Luego comenzó a besar y a lamer su barbilla, su cuello, su pecho, sus tetillas, y humedeció su rotunda panza con saliva. Se aproximó lentamente al pubis y chupó los pelos, le dio al pene breves lengüetazos y lo besó con los labios repetidas veces; después lo cogió por la raíz, lo apretó entre sus dedos y empezó a lamer el capullo. Después se colocó entre las piernas de Colben y comenzó a chuparle la verga con frenesí.
En este momento, un piano con sonido a lata como aquellos que se tocaban antaño en
los bares o cuando el cine mudo, comenzó a interpretar Humoresque de Dvorak. La
cámara se desplazó, enfocando la cara de Colben; sus ojos estaban cerrados y tenía un
aspecto estático, estúpidamente feliz.
Por primera vez se oyó la voz de la mujer:
—Avísame justo antes de correrte, querido. Unos treinta segundos antes. Tengo una
maravillosa sorpresa para ti. Algo formidable.
La policía había examinado la voz en el osciloscopio pero se habían introducido
distorsiones. Debido a ello la voz sonaba muy hueca y temblorosa.
—Ve más despacio, muñeca —dijo Colben—. Tómatelo con calma, igual que la última
vez. Fue el orgasmo más fantástico que haya tenido en mi vida. Ahora vas demasiado
aprisa. Y no me metas el dedo por el culo como la otra vez, me duelen las almorranas.
La primera vez que se había proyectado aquella escena, algunos policías habían
lanzado una risotada. Esta vez nadie lo hizo. Se produjo un inaudible pero notorio
movimiento en los espectadores. El humo de los cigarrillos pareció solidificarse; la leche verde apresada por el rayo de luz se volvió aún más agria. El comisionado inspiró con tanta fuerza que tuvo un fuerte acceso de tos.
El piano interpretaba la Obertura de Guillermo Tell. El sonido metálico de la música
resultaba incongruente; era esa misma incongruencia la que le hacía parecer tan
horrenda.
La mujer alzó la cabeza y preguntó:
—¿Vas a correrte, mon petit?
—Sí —gimió Colben—. ¡Ahora! ¡Ahora!
La mujer miró a la cámara y sonrió. La carne de su cara pareció volatilizarse,
descubriendo unos huesos como fosforescentes, de contornos imprecisos. Sólo el cráneo
apareció contrastado y brillante. Luego la carne reapareció, recubriendo los huesos.
La mujer sonrió lascivamente a la cámara y bajó de nuevo la cabeza. Esta vez se puso
en cuclillas bajo la mesa, con la cámara siguiendo sus movimientos. Cogió algo de un
pequeño estante adosado a una pata de la mesa. La luz se intensificó y la cámara se
aproximó aún más.
La mujer había cogido una dentadura postiza. Parecía hecha de hierro; los dientes
estaban afilados como hojas de afeitar y eran puntiagudos como los de un tigre.
Sonrió, depositó la dentadura sobre el estante, y con las dos manos se sacó la
dentadura que llevaba puesta. Inmediatamente pareció envejecer treinta años. Depositó
los blancos dientes sobre el estante y después se insertó la dentadura de hierro en la boca. Deslizó la punta del índice entre los nuevos dientes y mordió suavemente. Después apartó el dedo y lo situó de forma que la cámara pudiera enfocarlo. Del mordisco fluía una sangre roja y brillante.
Se puso en pie y se limpió el corte con el abultado glande de Colben, inclinándose
después para lamer la sangre. Colben se puso a gemir: —¡Oh, Dios mío! —exclamó—.
¡Me corro! Su boca se cerró en torno al glande y chupó ruidosamente. Colben empezó a
estremecerse y a gemir. La cámara mostró su rostro un momento, después volvió a su
posición anterior, encuadrando a la mujer de perfil.
Súbitamente, ella alzó la cabeza con un movimiento brusco. El sexo, agitado por
violentas convulsiones, lanzaba borbotones de esperma espesa y blancuzca. Ella abrió la boca de par en par, se precipitó sobre la verga y mordió. Los músculos de su mandíbula se anudaron; los músculos de su cuello se tensaron como cables de acero. Colben aulló.
Ella, moviendo rápidamente la cabeza de atrás adelante, mordió una y otra vez. De su
boca chorreaba la sangre, tiñendo de rojo el vello púbico de Colben....
La imagen de la bestia
Philip José Farmer

No hay comentarios: