martes, 3 de julio de 2007

El camino era largo pero ...


El camino que iba de la casa Wetchik a Basílica era largo pero ellos lo conocían bien.
Hasta los ocho años, Nafai había hecho el viaje en dirección contraria, cuando Madre los
llevaba a él e Issib a casa de Padre para las vacaciones. En esos días era mágico estar en
una morada de hombres. Padre, con su melena blanca, les parecía casi un dios. De hecho,
hasta los cinco años, Nafai había pensado que Padre era el Alma Suprema. Mebbekew, sólo
seis años mayor que Nafai, siempre había sido socarrón y fastidioso, pero en esa época
Elemak se mostraba amable y juguetón. Diez años mayor que Nafai, Elya ya tenía talla de
adulto en los primeros recuerdos de Nafai acerca de la casa Wetchik; pero en vez del aspecto
etéreo de Padre, tenía trazas de luchador, un hombre que era amable sólo porque le venía en
gana, no porque rehuyera la violencia. En esos días Nafai había rogado que lo liberasen de la
casa de Madre y lo dejaran vivir con Wetchik y Elemak. Soportar a Mebbekew sería el precio
inevitable por vivir en la morada de los dioses.
Madre y Padre le explicaron por qué no lo liberaban de su educación.
—Los niños que van a vivir con el padre a esta edad son los menos promisorios —dijo
Padre—. Los que son demasiado violentos para permanecer en una casa de estudios,
demasiado irrespetuosos para vivir en una casa de mujeres.
—Y los más tontos van a vivir con el padre a los ocho años —añadió Madre—. Aparte de
los rudimentos de lectura y aritmética, ¿de qué le sirve el aprendizaje a un hombre estúpido?
Aun ahora, al recordar, Nafai sentía un hormigueo de placer, pues Mebbekew se jactaba de
que él, a diferencia de Nyef e Issya, y Elya en sus tiempos, había ido a casa de su padre a los
ocho años. Nafai estaba seguro de que Meb cumplía todos los requisitos para ingresar
tempranamente en la casa de los hombres.
Así lograron persuadir a Nafai de que le convenía quedarse con la madre. También había
otras razones —hacerle compañía a Issib, el prestigio del hogar de su madre, la asociación
con sus hermanas—, pero fue la ambición lo que hizo que Nafai se alegrara de quedarse. Soy
un chico promisorio. Seré valioso para la tierra de Basílica, quizá para el mundo entero. Tal
vez un día mis escritos sean enviados al cielo para que el Alma Suprema los comparta con
gentes de otras ciudades y otros idiomas. Tal vez un día sea uno de los grandes cuyas ideas
se almacenan en cristal y se guardan en un archivo, para ser leídas durante el resto de la
historia humana como uno de los gigantes de Armonía.
Aun así, como había rogado tan fervientemente que le permitieran vivir con Padre, desde
los ocho hasta los trece años él e Issib pasaban casi todos los fines de semana en casa de
Wetchik, y se familiarizaron tanto con ella como con la casa que Rasa tenía en la ciudad.
Padre les exigía que trabajaran con ahínco, experimentando lo que hace un hombre para
ganarse la vida, de modo que sus fines de semana no eran festivos. «Estudias seis días,
trabajando con la mente mientras tu cuerpo se toma vacaciones. Aquí trabajarás en los
establos e invernáculos, trabajando con el cuerpo mientras tu mente aprende la paz que
proviene del trabajo honesto.»
Así hablaba Padre, una especie de continua perorata. Madre decía que adoptaba este tono
porque no sabía hablar naturalmente con los niños. Pero Nafai había oído suficientes
conversaciones adultas para saber que Padre hablaba así con todos excepto con Rasa. Padre
nunca estaba a sus anchas, nunca era él mismo con nadie; pero con los años Nafai también
aprendió que Padre, por muy pomposo y grandilocuente que fuera, no era tonto; sus palabras
nunca eran hueras, estúpidas ni ignorantes. Así hablaba un hombre, pensaba Nafai cuando
era pequeño, de forma que practicaba un estilo elegante y se esmeraba por aprender el
emeznetyi clásico, además del bassyat coloquial que era el idioma de las artes y el comercio
de Basílica. Últimamente Nafai había comprendido que para comunicarse con la gente real
tenía que hablar el idioma común, pero los ritmos y melodías del emeznetyi aún se traslucían
en sus escritos y su habla. Incluso en las estúpidas bromas que provocaban la ira de Elemak.
—Acabo de comprender una cosa —dijo Nafai.
Issib no respondió. Iba tan adelante que Nafai no supo si le había oído. Pero Nafai continuó
de todos modos, hablando en voz aún más baja, quizá porque sólo se lo decía a sí mismo.
—Creo que digo esas cosas que enfurecen tanto a los demás no por ganas de molestar,
sino porque se me ocurre un modo ingenioso de expresarlas. Es como un arte, pensar en el
modo perfecto de expresar una idea, y cuando lo piensas tienes que decirlo, porque las
palabras no existen hasta que las dices.
—Un arte bastante endeble, Nyef, y te aconsejaría que lo abandones antes de que alguien
te mate por su causa. Vaya, Issib sí estaba escuchando.
—Para ser un sujeto tan fuerte y robusto, tardas bastante en subir por el Camino del Risco
hasta la Calle del Mercado —comentó Issib.
—Estaba pensando.
—Tendrías que aprender a pensar y caminar al mismo tiempo.....
La memoria de la Tierra
Orson Scott Card

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