miércoles, 25 de julio de 2007

Pasó su oscuro furor ....



Pasó su oscuro furor y Eric Leben recuperó el control (del que era capaz) de los sentidos, entre las ruinas de la habitación de la cabaña, donde había destrozado todo lo que tenía a mano. Una acuciante jaqueca le retumbaba en la cabeza y un dolor más apagado le recorría todos los músculos. Sentía que sus articulaciones estaban rígidas e hinchadas, y sus ojos, turbios, húmedos y cálidos. Le dolía la dentadura y su boca sabía a ceniza.
Después de cada uno de sus frenéticos ataques, el estado de ánimo de Eric era gris, como ahora, en un mundo también gris, donde los colores había desaparecido, los sonidos acallados, donde los bordes de los objetos eran indefinidos y la luz, independientemente de la potencia de su procedencia, era turbia e insuficiente para iluminar el ambiente. Era como si el furor le hubiese dejado sin energía y se viera obligado a reducir la potencia de sus funciones hasta reponer nuevas reservas. Se movía con ineptitud, con cierta torpeza y le era difícil pensar con claridad.
Cuando acabara de curarse, los períodos de coma y las fases grises evidentemente desaparecerían. Sin embargo, dicha convicción no le tranquilizaba, ya que su turbio proceso mental le impedía pensar en el futuro. Su condición era preocupante, desagradable, incluso temible; tenía la sensación de no controlar su propio destino y de estar en realidad
atrapado dentro de su propio cuerpo, encadenado a su carne ahora imperfecta y medio muerta.
Llegó con dificultad hasta el baño, se duchó lentamente y se lavó los dientes. En la cabaña guardaba un ropero completo, igual que en la casa de Palm Springs, para no tener que llevar equipaje consigo y se puso un pantalón caqui, una camisa roja a cuadros, calcetines de lana y unas botas de leñador. Con lo turbia que tenía la cabeza, aquellas labores matutinas duraron mucho más de lo debido. No le fue fácil ajustar los controles de la ducha, para que la
temperatura del agua fuera adecuada; se le cayó varias veces el cepillo de las manos; maldijo sus anquilosados dedos que luchaban con los botones de la camisa; cuando intentó subirse las mangas, la tela se le resistía como si tuviera vida propia; y sólo logró abrocharse las botas después de realizar un enorme esfuerzo.
Volvieron a perturbarle las hogueras espectrales.
Varias veces, en la periferia de su campo de visión, la penumbra se convirtió en llamas. No eran más que cortocircuitos de los impulsos eléctricos de su deteriorado cerebro, pero que sanaba. Ilusiones nacidas de las chispas sinápticas cerebrales entre neuronas. Eso era todo. Sin embargo, cuando miraba directamente a la hoguera, no se desvanecía ni esfumaba como lo habría hecho un espejismo, sino que su brillo incluso aumentaba.
A pesar de que no producían humo ni calor, no se nutrían de combustible alguno ni tenían sustancia física, cada vez que contemplaba las llamas inexistentes lo hacía con mayor temor, en parte porque en su interior, o quizás más allá de las mismas, vislumbraba algo misterioso y temible: figuras monstruosas envueltas en la oscuridad que le seducían a
través del brillo intermitente. A pesar de que sabía que los fantasmas eran producto de su distorsionada imaginación y de que no tenía ni la más ligera idea de lo que representaban o de por qué debía temerles, le aterrorizaban. Y en algunas ocasiones, magnetizado por las hogueras espectrales, se oía a sí mismo gemir como un niño asustado.
Comida. Si bien su cuerpo genéticamente alterado estaba capacitado para una regeneración milagrosa y una rápida recuperación, necesitaba una nutrición adecuada: vitaminas, minerales, hidratos de carbono, proteínas, es decir, los elementos básicos para la recuperación de los tejidos deteriorados. Y por primera vez desde que había despertado en el depósito de cadáveres, tenía hambre. Llegó tambaleándose hasta la cocina y examinó con cierta dificultad el contenido del frigorífico.
De reojo le pareció ver algo que salía arrastrándose por las rendijas del enchufe. Algo largo y delgado, espantoso, una especie de insecto. Pero sabía que no era real. Había visto cosas parecidas. Era otro síntoma del deterioro de su cerebro. Debía ignorarlo, no permitir que le asustara, a pesar de que oía el tic tac de sus pies quitinosos en el suelo.
Tic tac, tic tac. No quiso mirar. Lárgate. Se agarró con fuerza al frigorífico. Seguía el traqueteo. Rechinó los dientes. Lárgate. El ruido desapareció. Cuando contempló el enchufe, no había ningún insecto extraño ni nada anormal.
Pero ahora su tío Barry, que hacía mucho tiempo que había fallecido, estaba sentado junto a la mesa de la cocina, con una sonrisa burlona. De pequeño le habían dejado muchas veces con su tío Barry Hampstead, que abusaba sexualmente de él y el miedo le había impedido confesarlo. Hampstead le había amenazado con lastimarle, con cortarle el pene, si hablaba de ello y sus amenazas le habían impresionado tanto, que Eric no las puso jamás en duda.
Ahora el tío Barry estaba sentado junto a la mesa, con una mano sobre las rodillas, sonriéndole burlonamente, y le decía:
-Ven aquí, querida criatura, vamos a divertirnos un rato.
Eric oía su voz con la misma claridad que hacía treinta y cinco años, a pesar de que sabía que ni el cuerpo ni la voz eran reales, y estaba tan aterrorizado de Barry Hampstead como cuando era niño, a pesar de que sabía que estaba fuera del alcance de su odioso tío.
Cerró los ojos e intentó alejar su imagen. Durante más de un minuto no dejó de temblar, sin querer abrir los ojos hasta estar seguro de que la ilusión había desaparecido. Pero entonces empezó a pensar que Barry estaba realmente allí, que se le acercaba mientras tenía los ojos cerrados y que de un momento a otro le agarraría los genitales y comenzaría a estrujárselos...
De pronto abrió los ojos.
El fantasma de Barry Hampstead había desaparecido. Respirando con mayor tranquilidad, Eric cogió del congelador un paquete de salchichas empanadas Farmer John y las puso a calentar en una bandeja en el horno, prestando mucha atención para no quemarse. Torpe y pacientemente,
preparó una cafetera de Maxwell House. Sentado a la mesa con los hombros caídos y la cabeza baja, tomó varias tazas de café solo mientras deglutía la comida.
Al principio tenía un apetito voraz y el mero acto de comer hacía que se sintiera más auténticamente vivo que con cualquier otra actividad desde su renacimiento. Acciones tan simples como morder, masticar, degustar y tragar le acercaban más al reino de los vivos que todo lo ocurrido desde su tropiezo con el camión de la basura. Durante algún tiempo, comenzó a mejorar su ánimo.
Gradualmente empezó a darse cuenta de que el sabor de la salchicha no era lo fuerte ni agradable que había sido cuando estaba completamente vivo y capaz de apreciarlo. Y aun acercando la nariz a la grasa caliente y aspirando profundamente, fue incapaz de percibir el aroma de las especias. Contempló sus manos frías, grises y viscosas, en las
que tenía la salchicha empanada y comprobó que la carne humeante del cerdo parecía más viva que la suya.
De pronto la situación le pareció extraordinariamente cómica. Un difunto sentado a la mesa, deglutiendo salchichas Farmer John y vaciando una cafetera de Maxwell House, pretendiendo desesperadamente ser como los vivos, como si la muerte pudiera invertirse a voluntad y la vida recuperada limitándose a realizar actividades mundanas: ducharse, lavarse los dientes, comer, beber, defecar y consumir suficientes productos caseros. Debía de estar vivo, porque era
improbable que ni en el cielo ni en el infierno tuvieran salchichas Farmer John o café Maxwell House. Debía de estar vivo porque había utilizado su cafetera Mister Coffee, el horno General Electric, sobre su cabeza oía el zumbido del refrigerador Westinghouse y a pesar de que sabía que la red de distribución de dichos fabricantes era muy amplia, no le parecía probable que sus productos hubieran llegado a la otra orilla del río Estige. Debía de estar vivo.Era un humor ciertamente negro, muy negro, pero comenzó a reírse a carcajadas, hasta que él mismo las oyó. Tenían un sonido duro, ronco, frío, como una parodia de la auténtica risa, áspera y escabrosa, como si se estuviera ahogando, o hubiese tragado piedras que se agitaban en su garganta. Aterrado por el ruido, se estremeció y comenzó a sollozar.
Soltó la salchicha empanada, arrojó la comida y el plato al suelo, y se dobló sobre la mesa, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en los mismos. Lloraba desconsoladamente y durante un rato sintió una profunda pena de sí mismo.
Los ratones, los ratones, recuerda los ratones golpeándose contra los barrotes de sus jaulas...
Seguía sin saber qué significaba eso, no recordaba nada relacionado con ratones, pero presentía que estaba más cerca que nunca de comprenderlo. La memoria de unos ratones, de unos ratones blancos, pululaba ante él un poco más allá de su alcance. Su ánimo gris oscureció. Sus sentidos ya apocados perdieron aún más sensibilidad.
Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que entraba nuevamente en coma, en uno de esos períodos de aletargamiento durante los cuales los latidos de su corazón decrecían dramáticamente y la respiración llegaba a un nivel muy inferior al normal, dándole la oportunidad al cuerpo de proseguir con sus reparaciones y acumular nuevas reservas de energía. Cayó al suelo y quedó enroscado en posición fetal junto al frigorífico....
Hogueras espectrales
Dean R. Koontz

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