sábado, 14 de julio de 2007

Durante los días previos a la venta ...


Durante los dos días previos a la venta, los esclavos son examinados por un jurado. Deben
mostrar una perfecta obediencia, agilidad y flexibilidad. Sus referencias son revisadas con minucia.
El jurado pone a prueba la resistencia y el temperamento de los esclavos, que son clasificados según una serie de requisitos físicos. Uno podría realizar una adquisición muy satisfactoria únicamente a partir del amplio catálogo y las fotografías que figuran en el mismo.
Como es lógico, después nosotros realizamos de nuevo esas evaluaciones para verificar que
los esclavos cumplen con las normas de El Club. Pero, en cualquier caso, la mercancía que se
ofrece en esas subastas es de primer orden.
Ningún esclavo llega a la antesala de la subasta a menos que se trate de un ejemplar
extraordinario, el cual es situado sobre una plataforma iluminada para ser examinado por miles de manos y ojos.
Al principio yo acudía personalmente a las grandes subasta. Mi interés no solo radicaba en el placer de escoger lo que me gustaba entre los novatos — aunque reciban una instrucción privada, no dejan de ser unos novatos hasta que nosotros los formamos — , sino en lo excitante que resultan esas subastas en sí mismas. A fin de cuentas, por muy preparado que esté un esclavo la subasta supone para él o para ella un verdadero cataclismo. Se pone a temblar, a llorar, mostrando la angustiosa soledad del esclavo desnudo sobre una plataforma iluminada, una exquisita tensión y un sufrimiento que constituyen una auténtica obra de arte. Es un espectáculo tan divertido como los que proponemos a nuestros clientes en El Club.
Puedes pasearte durante horas por la inmensa y enmoquetada antesala para echar un vistazo a
la mercancía. Las paredes siempre están pintadas en tonos relajantes, como el rosa o el azul pálido. La iluminación es perfecta. El champán, delicioso. Y no hay música ambiental. El único ritmo que percibes es el de los latidos de tu propio corazón.
Puedes tocar y palpar a los candidatos mientras los examinas, así como formular preguntas a
los que no están amordazados. (Es lo que nosotros llamamos educar la voz. Significa que no deben hablar hasta que alguien les dirija la palabra, ni expresar ninguna preferencia o deseo.) A veces otros instructores te indican un hermoso ejemplar, que ellos mismos no pueden permitirse el lujo de adquirir. De vez en cuando se congrega un grupo de compradores en torno a un maravilloso esclavo al que obligan a adoptar diversas posturas, a cual más lasciva y reveladora, y a obedecer una docena de órdenes.
Nunca me he molestado en azotar o atar a un esclavo con correas de cuero durante la exhibición previa a la subasta. Otros sí lo hacen. Opino que unos cuantos azotes propinados en el momento de la puja revelan todo cuanto se desea saber sobre el candidato.
Siempre hay quien trata de aconsejarte: ese esclavo tiene la piel demasiado frágil, nunca
sacarás provecho de él; en cambio, ese otro tiene la piel suave pero muy resistente, o es mejor
comprar una esclava con los pechos pequeños.
Uno aprende mucho sobre este negocio si se mantiene alejado del champán. Pero los mejores
instructores apenas revelan nada de sí mismos, ni de las desgraciadas y temblorosas criaturas a las que examinan. Un buen instructor averigua lo que desea acercándose a un esclavo y agarrándolo bruscamente del pescuezo.
Una de las cosas más divertidas es observar a los instructores procedentes de todos los rincones del mundo. Parecen dioses y diosas, apeándose de sus lujosas limusinas negras aparcadas frente a la puerta y exhibiendo el último grito en materia de moda: unos vaqueros deshilachados, una camisa de algodón abierta hasta el ombligo o una blusa de seda con un hombro al descubierto que parece a punto de caerse a pedazos. Lucen cortes de pelo imposibles y unas uñas como dagas.
Luego están los fríos aristócratas, con un traje negro de tres piezas, gafas cuadradas con montura plateada y pelo corto y perfectamente peinado. Se oyen toda clase de idiomas —aunque el lenguaje internacional para los esclavos es el inglés—, y se percibe la impronta especial de una docena de nacionalidades sobre un aire de invariable autoridad. Incluso quienes muestran una expresión más dulce e inocente dejan traslucir cierto aire de autoridad.
Reconozco a un instructor en cuanto lo veo. Los he observado en numerosos lugares, desde el
pequeño y sucio pabellón en el Valle de los Reyes, en Luxor, la terraza del Grand Hotel Olaffson
en Puerto Príncipe. Hay ciertas pistas inconfundibles, como las correas de reloj de cuero anchas y negras y los zapatos de tacón, que nunca hallarías en una tienda normal. Y la forma en que desnudan con los ojos a todas las mujeres y hombres atractivos que hay en la sala.
Todo el mundo es un esclavo desnudo en potencia para quienes estarnos en este negocio. Ostentamos una aureola de sensualidad de la que es casi imposible desprenderse. La parte posterior de la rodilla de una mujer, un brazo desnudo, la forma en que la camisa de un hombre se tensa sobre su pecho cuando se introduce las manos en los bolsillos del pantalón, el movimiento de las caderas de un camarero al agacharse para recoger una servilleta del suelo... Infinidad de detalles que observamos en todas partes y que nos producen una constante y profunda excitación. El mundo entero es un club de placer y diversión para nosotros.
También produce un placer especial ver en las subastas a los multimillonarios que tienen un
instructor o instructora personal en sus mansiones o casas de campo, y que se permiten el lujo de adquirir esclavos para su disfrute personal. Esos propietarios particulares de esclavos suelen ser gente enormemente atractiva e interesante.
Recuerdo que un año vi a un chico guapísimo de dieciocho años, acompañado por dos
guardaespaldas, que ojeaba el catálogo muy serio y observaba de lejos, a través de sus gafas
violetas, a cada una de las víctimas, para luego acercarse a ellas y pellizcarlas en el trasero. El joven iba vestido de negro de pies a cabeza, a excepción de unos guantes de color gris perla que no se quitó durante toda la velada. Cada vez que pellizcaba a uno de los esclavos, me parecía sentir el tacto de esos guantes sobre la carne desnuda de la víctima. Los guardaespaldas lo seguían a todas partes, y su instructor particular, uno de los mejores del mundo, tampoco se apartaba de su lado. Al fin el joven se decidió por un chico y una chica, ambos de complexión robusta. Lo recuerdo porque superó la oferta que hice yo en nombre de El Club para la chica, una joven bronceada, rubia, que jamás derramaba una lágrima por más duro que fuera el castigo que le imponía su amo, el cual se enardecía ante su frialdad. Yo tenía mucho interés en adquirirla, y recuerdo que me irrité bastante cuando vi que era adjudicada a otro. El joven amo, al observar mi enojo, sonrió por primera vez en toda la velada....
Hacia el edén
Anne Rice

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