miércoles, 25 de julio de 2007

Pasó su oscuro furor ....



Pasó su oscuro furor y Eric Leben recuperó el control (del que era capaz) de los sentidos, entre las ruinas de la habitación de la cabaña, donde había destrozado todo lo que tenía a mano. Una acuciante jaqueca le retumbaba en la cabeza y un dolor más apagado le recorría todos los músculos. Sentía que sus articulaciones estaban rígidas e hinchadas, y sus ojos, turbios, húmedos y cálidos. Le dolía la dentadura y su boca sabía a ceniza.
Después de cada uno de sus frenéticos ataques, el estado de ánimo de Eric era gris, como ahora, en un mundo también gris, donde los colores había desaparecido, los sonidos acallados, donde los bordes de los objetos eran indefinidos y la luz, independientemente de la potencia de su procedencia, era turbia e insuficiente para iluminar el ambiente. Era como si el furor le hubiese dejado sin energía y se viera obligado a reducir la potencia de sus funciones hasta reponer nuevas reservas. Se movía con ineptitud, con cierta torpeza y le era difícil pensar con claridad.
Cuando acabara de curarse, los períodos de coma y las fases grises evidentemente desaparecerían. Sin embargo, dicha convicción no le tranquilizaba, ya que su turbio proceso mental le impedía pensar en el futuro. Su condición era preocupante, desagradable, incluso temible; tenía la sensación de no controlar su propio destino y de estar en realidad
atrapado dentro de su propio cuerpo, encadenado a su carne ahora imperfecta y medio muerta.
Llegó con dificultad hasta el baño, se duchó lentamente y se lavó los dientes. En la cabaña guardaba un ropero completo, igual que en la casa de Palm Springs, para no tener que llevar equipaje consigo y se puso un pantalón caqui, una camisa roja a cuadros, calcetines de lana y unas botas de leñador. Con lo turbia que tenía la cabeza, aquellas labores matutinas duraron mucho más de lo debido. No le fue fácil ajustar los controles de la ducha, para que la
temperatura del agua fuera adecuada; se le cayó varias veces el cepillo de las manos; maldijo sus anquilosados dedos que luchaban con los botones de la camisa; cuando intentó subirse las mangas, la tela se le resistía como si tuviera vida propia; y sólo logró abrocharse las botas después de realizar un enorme esfuerzo.
Volvieron a perturbarle las hogueras espectrales.
Varias veces, en la periferia de su campo de visión, la penumbra se convirtió en llamas. No eran más que cortocircuitos de los impulsos eléctricos de su deteriorado cerebro, pero que sanaba. Ilusiones nacidas de las chispas sinápticas cerebrales entre neuronas. Eso era todo. Sin embargo, cuando miraba directamente a la hoguera, no se desvanecía ni esfumaba como lo habría hecho un espejismo, sino que su brillo incluso aumentaba.
A pesar de que no producían humo ni calor, no se nutrían de combustible alguno ni tenían sustancia física, cada vez que contemplaba las llamas inexistentes lo hacía con mayor temor, en parte porque en su interior, o quizás más allá de las mismas, vislumbraba algo misterioso y temible: figuras monstruosas envueltas en la oscuridad que le seducían a
través del brillo intermitente. A pesar de que sabía que los fantasmas eran producto de su distorsionada imaginación y de que no tenía ni la más ligera idea de lo que representaban o de por qué debía temerles, le aterrorizaban. Y en algunas ocasiones, magnetizado por las hogueras espectrales, se oía a sí mismo gemir como un niño asustado.
Comida. Si bien su cuerpo genéticamente alterado estaba capacitado para una regeneración milagrosa y una rápida recuperación, necesitaba una nutrición adecuada: vitaminas, minerales, hidratos de carbono, proteínas, es decir, los elementos básicos para la recuperación de los tejidos deteriorados. Y por primera vez desde que había despertado en el depósito de cadáveres, tenía hambre. Llegó tambaleándose hasta la cocina y examinó con cierta dificultad el contenido del frigorífico.
De reojo le pareció ver algo que salía arrastrándose por las rendijas del enchufe. Algo largo y delgado, espantoso, una especie de insecto. Pero sabía que no era real. Había visto cosas parecidas. Era otro síntoma del deterioro de su cerebro. Debía ignorarlo, no permitir que le asustara, a pesar de que oía el tic tac de sus pies quitinosos en el suelo.
Tic tac, tic tac. No quiso mirar. Lárgate. Se agarró con fuerza al frigorífico. Seguía el traqueteo. Rechinó los dientes. Lárgate. El ruido desapareció. Cuando contempló el enchufe, no había ningún insecto extraño ni nada anormal.
Pero ahora su tío Barry, que hacía mucho tiempo que había fallecido, estaba sentado junto a la mesa de la cocina, con una sonrisa burlona. De pequeño le habían dejado muchas veces con su tío Barry Hampstead, que abusaba sexualmente de él y el miedo le había impedido confesarlo. Hampstead le había amenazado con lastimarle, con cortarle el pene, si hablaba de ello y sus amenazas le habían impresionado tanto, que Eric no las puso jamás en duda.
Ahora el tío Barry estaba sentado junto a la mesa, con una mano sobre las rodillas, sonriéndole burlonamente, y le decía:
-Ven aquí, querida criatura, vamos a divertirnos un rato.
Eric oía su voz con la misma claridad que hacía treinta y cinco años, a pesar de que sabía que ni el cuerpo ni la voz eran reales, y estaba tan aterrorizado de Barry Hampstead como cuando era niño, a pesar de que sabía que estaba fuera del alcance de su odioso tío.
Cerró los ojos e intentó alejar su imagen. Durante más de un minuto no dejó de temblar, sin querer abrir los ojos hasta estar seguro de que la ilusión había desaparecido. Pero entonces empezó a pensar que Barry estaba realmente allí, que se le acercaba mientras tenía los ojos cerrados y que de un momento a otro le agarraría los genitales y comenzaría a estrujárselos...
De pronto abrió los ojos.
El fantasma de Barry Hampstead había desaparecido. Respirando con mayor tranquilidad, Eric cogió del congelador un paquete de salchichas empanadas Farmer John y las puso a calentar en una bandeja en el horno, prestando mucha atención para no quemarse. Torpe y pacientemente,
preparó una cafetera de Maxwell House. Sentado a la mesa con los hombros caídos y la cabeza baja, tomó varias tazas de café solo mientras deglutía la comida.
Al principio tenía un apetito voraz y el mero acto de comer hacía que se sintiera más auténticamente vivo que con cualquier otra actividad desde su renacimiento. Acciones tan simples como morder, masticar, degustar y tragar le acercaban más al reino de los vivos que todo lo ocurrido desde su tropiezo con el camión de la basura. Durante algún tiempo, comenzó a mejorar su ánimo.
Gradualmente empezó a darse cuenta de que el sabor de la salchicha no era lo fuerte ni agradable que había sido cuando estaba completamente vivo y capaz de apreciarlo. Y aun acercando la nariz a la grasa caliente y aspirando profundamente, fue incapaz de percibir el aroma de las especias. Contempló sus manos frías, grises y viscosas, en las
que tenía la salchicha empanada y comprobó que la carne humeante del cerdo parecía más viva que la suya.
De pronto la situación le pareció extraordinariamente cómica. Un difunto sentado a la mesa, deglutiendo salchichas Farmer John y vaciando una cafetera de Maxwell House, pretendiendo desesperadamente ser como los vivos, como si la muerte pudiera invertirse a voluntad y la vida recuperada limitándose a realizar actividades mundanas: ducharse, lavarse los dientes, comer, beber, defecar y consumir suficientes productos caseros. Debía de estar vivo, porque era
improbable que ni en el cielo ni en el infierno tuvieran salchichas Farmer John o café Maxwell House. Debía de estar vivo porque había utilizado su cafetera Mister Coffee, el horno General Electric, sobre su cabeza oía el zumbido del refrigerador Westinghouse y a pesar de que sabía que la red de distribución de dichos fabricantes era muy amplia, no le parecía probable que sus productos hubieran llegado a la otra orilla del río Estige. Debía de estar vivo.Era un humor ciertamente negro, muy negro, pero comenzó a reírse a carcajadas, hasta que él mismo las oyó. Tenían un sonido duro, ronco, frío, como una parodia de la auténtica risa, áspera y escabrosa, como si se estuviera ahogando, o hubiese tragado piedras que se agitaban en su garganta. Aterrado por el ruido, se estremeció y comenzó a sollozar.
Soltó la salchicha empanada, arrojó la comida y el plato al suelo, y se dobló sobre la mesa, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en los mismos. Lloraba desconsoladamente y durante un rato sintió una profunda pena de sí mismo.
Los ratones, los ratones, recuerda los ratones golpeándose contra los barrotes de sus jaulas...
Seguía sin saber qué significaba eso, no recordaba nada relacionado con ratones, pero presentía que estaba más cerca que nunca de comprenderlo. La memoria de unos ratones, de unos ratones blancos, pululaba ante él un poco más allá de su alcance. Su ánimo gris oscureció. Sus sentidos ya apocados perdieron aún más sensibilidad.
Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que entraba nuevamente en coma, en uno de esos períodos de aletargamiento durante los cuales los latidos de su corazón decrecían dramáticamente y la respiración llegaba a un nivel muy inferior al normal, dándole la oportunidad al cuerpo de proseguir con sus reparaciones y acumular nuevas reservas de energía. Cayó al suelo y quedó enroscado en posición fetal junto al frigorífico....
Hogueras espectrales
Dean R. Koontz

sábado, 14 de julio de 2007

Durante los días previos a la venta ...


Durante los dos días previos a la venta, los esclavos son examinados por un jurado. Deben
mostrar una perfecta obediencia, agilidad y flexibilidad. Sus referencias son revisadas con minucia.
El jurado pone a prueba la resistencia y el temperamento de los esclavos, que son clasificados según una serie de requisitos físicos. Uno podría realizar una adquisición muy satisfactoria únicamente a partir del amplio catálogo y las fotografías que figuran en el mismo.
Como es lógico, después nosotros realizamos de nuevo esas evaluaciones para verificar que
los esclavos cumplen con las normas de El Club. Pero, en cualquier caso, la mercancía que se
ofrece en esas subastas es de primer orden.
Ningún esclavo llega a la antesala de la subasta a menos que se trate de un ejemplar
extraordinario, el cual es situado sobre una plataforma iluminada para ser examinado por miles de manos y ojos.
Al principio yo acudía personalmente a las grandes subasta. Mi interés no solo radicaba en el placer de escoger lo que me gustaba entre los novatos — aunque reciban una instrucción privada, no dejan de ser unos novatos hasta que nosotros los formamos — , sino en lo excitante que resultan esas subastas en sí mismas. A fin de cuentas, por muy preparado que esté un esclavo la subasta supone para él o para ella un verdadero cataclismo. Se pone a temblar, a llorar, mostrando la angustiosa soledad del esclavo desnudo sobre una plataforma iluminada, una exquisita tensión y un sufrimiento que constituyen una auténtica obra de arte. Es un espectáculo tan divertido como los que proponemos a nuestros clientes en El Club.
Puedes pasearte durante horas por la inmensa y enmoquetada antesala para echar un vistazo a
la mercancía. Las paredes siempre están pintadas en tonos relajantes, como el rosa o el azul pálido. La iluminación es perfecta. El champán, delicioso. Y no hay música ambiental. El único ritmo que percibes es el de los latidos de tu propio corazón.
Puedes tocar y palpar a los candidatos mientras los examinas, así como formular preguntas a
los que no están amordazados. (Es lo que nosotros llamamos educar la voz. Significa que no deben hablar hasta que alguien les dirija la palabra, ni expresar ninguna preferencia o deseo.) A veces otros instructores te indican un hermoso ejemplar, que ellos mismos no pueden permitirse el lujo de adquirir. De vez en cuando se congrega un grupo de compradores en torno a un maravilloso esclavo al que obligan a adoptar diversas posturas, a cual más lasciva y reveladora, y a obedecer una docena de órdenes.
Nunca me he molestado en azotar o atar a un esclavo con correas de cuero durante la exhibición previa a la subasta. Otros sí lo hacen. Opino que unos cuantos azotes propinados en el momento de la puja revelan todo cuanto se desea saber sobre el candidato.
Siempre hay quien trata de aconsejarte: ese esclavo tiene la piel demasiado frágil, nunca
sacarás provecho de él; en cambio, ese otro tiene la piel suave pero muy resistente, o es mejor
comprar una esclava con los pechos pequeños.
Uno aprende mucho sobre este negocio si se mantiene alejado del champán. Pero los mejores
instructores apenas revelan nada de sí mismos, ni de las desgraciadas y temblorosas criaturas a las que examinan. Un buen instructor averigua lo que desea acercándose a un esclavo y agarrándolo bruscamente del pescuezo.
Una de las cosas más divertidas es observar a los instructores procedentes de todos los rincones del mundo. Parecen dioses y diosas, apeándose de sus lujosas limusinas negras aparcadas frente a la puerta y exhibiendo el último grito en materia de moda: unos vaqueros deshilachados, una camisa de algodón abierta hasta el ombligo o una blusa de seda con un hombro al descubierto que parece a punto de caerse a pedazos. Lucen cortes de pelo imposibles y unas uñas como dagas.
Luego están los fríos aristócratas, con un traje negro de tres piezas, gafas cuadradas con montura plateada y pelo corto y perfectamente peinado. Se oyen toda clase de idiomas —aunque el lenguaje internacional para los esclavos es el inglés—, y se percibe la impronta especial de una docena de nacionalidades sobre un aire de invariable autoridad. Incluso quienes muestran una expresión más dulce e inocente dejan traslucir cierto aire de autoridad.
Reconozco a un instructor en cuanto lo veo. Los he observado en numerosos lugares, desde el
pequeño y sucio pabellón en el Valle de los Reyes, en Luxor, la terraza del Grand Hotel Olaffson
en Puerto Príncipe. Hay ciertas pistas inconfundibles, como las correas de reloj de cuero anchas y negras y los zapatos de tacón, que nunca hallarías en una tienda normal. Y la forma en que desnudan con los ojos a todas las mujeres y hombres atractivos que hay en la sala.
Todo el mundo es un esclavo desnudo en potencia para quienes estarnos en este negocio. Ostentamos una aureola de sensualidad de la que es casi imposible desprenderse. La parte posterior de la rodilla de una mujer, un brazo desnudo, la forma en que la camisa de un hombre se tensa sobre su pecho cuando se introduce las manos en los bolsillos del pantalón, el movimiento de las caderas de un camarero al agacharse para recoger una servilleta del suelo... Infinidad de detalles que observamos en todas partes y que nos producen una constante y profunda excitación. El mundo entero es un club de placer y diversión para nosotros.
También produce un placer especial ver en las subastas a los multimillonarios que tienen un
instructor o instructora personal en sus mansiones o casas de campo, y que se permiten el lujo de adquirir esclavos para su disfrute personal. Esos propietarios particulares de esclavos suelen ser gente enormemente atractiva e interesante.
Recuerdo que un año vi a un chico guapísimo de dieciocho años, acompañado por dos
guardaespaldas, que ojeaba el catálogo muy serio y observaba de lejos, a través de sus gafas
violetas, a cada una de las víctimas, para luego acercarse a ellas y pellizcarlas en el trasero. El joven iba vestido de negro de pies a cabeza, a excepción de unos guantes de color gris perla que no se quitó durante toda la velada. Cada vez que pellizcaba a uno de los esclavos, me parecía sentir el tacto de esos guantes sobre la carne desnuda de la víctima. Los guardaespaldas lo seguían a todas partes, y su instructor particular, uno de los mejores del mundo, tampoco se apartaba de su lado. Al fin el joven se decidió por un chico y una chica, ambos de complexión robusta. Lo recuerdo porque superó la oferta que hice yo en nombre de El Club para la chica, una joven bronceada, rubia, que jamás derramaba una lágrima por más duro que fuera el castigo que le imponía su amo, el cual se enardecía ante su frialdad. Yo tenía mucho interés en adquirirla, y recuerdo que me irrité bastante cuando vi que era adjudicada a otro. El joven amo, al observar mi enojo, sonrió por primera vez en toda la velada....
Hacia el edén
Anne Rice

sábado, 7 de julio de 2007

Había llegado el momento de introducir cambios ...


Había llegado el momento de introducir cambios. De añadir tensión al sistema experimental y observar las transformaciones de los sujetos. Conocía el punto más vulnerable de Serena.
Mientras se preparaba para el drama que iba a crear, Erasmo convirtió su rostro en un óvalo inexpresivo. Recorrió los pasillos, y el eco de sus pasos anunció su llegada. Antes de que Serena pudiera recuperar a su hijo, el robot encontró a Amia Yo jugando con el niño en el suelo de la cocina.
El amo de la casa no pronunció ni una palabra cuando entró en la habitación. Amia Yo, sobresaltada, alzó los ojos y vio al ominoso robot. A su lado, el pequeño Manion contempló el familiar rostro reflectante y rió.
La reacción del niño provocó que el robot se detuviera un momento. Después, con un veloz revés de su brazo sintético, rompió el cuello de Amia Yo y agarró al niño. La cocinera cayó muerta sin exhalar ni un suspiro. Manion se retorció y chilló.
Justo cuando Erasmo alzaba al niño en el aire, Serena apareció en la puerta, con expresión horrorizada.
-¡Suéltale!
Erasmo la apartó de un empujón, y Serena cayó sobre el cadáver de la mujer asesinada. Sin mirar atrás, el robot se alejó de la cocina y subió una escalera que conducía a los niveles y balcones superiores de la villa. Manion colgaba de su mano como un pez capturado, sin dejar de llorar y vociferar.
Serena se puso en pie y corrió tras ellos, mientras suplicaba a Erasmo que no hiciera daño a su hijo.
-¡Castígame a mí, si así lo deseas, pero a él no! El robot volvió su rostro indescifrable hacia ella.
-¿No puedo hacer ambas cosas? Subió al segundo piso.
Al llegar al rellano de la tercera planta, Serena intentó asir una pierna del robot. Erasmo nunca había visto tamaña exhibición de desesperación, y se arrepintió de no haber aplicado sondas de control para escuchar su corazón y saborear el sudor inducido por su pánico. El pequeño Manion agitaba los brazos y las piernas.
Serena tocó los deditos de su hijo, consiguió sujetarle un instante. Entonces, Erasmo le dio una patada en el abdomen, y la joven cayó rodando medio tramo de escalera.
Logró ponerse en pie, sin hacer caso de las contusiones, y prosiguió la persecución. Interesante. Una señal de resistencia notable, o bien de tozudez suicida. A partir de sus estudios sobre Serena Butler, Erasmo decidió que era un poco de todo.
Cuando llegó al último nivel, Erasmo se encaminó al amplio balcón que daba a la plaza, cuatro pisos más abajo. Había un robot centinela en el balcón, observando las cuadrillas de esclavos que instalaban nuevas fuentes y erigían estatuas. El sonido de la maquinaria y de sus voces se alzaba en el aire inmóvil. El robot se volvió hacia su perseguidora.
-¡Alto! -gritó Serena con una severidad que le recordó su antigua personalidad-. ¡Basta, Erasmo! Has ganado. Haré lo que desees.
El robot se detuvo ante la barandilla del balcón, asió a Manion por el tobillo izquierdo y lo alzó sobre el borde. Serena chilló. Erasmo dio una breve orden al centinela.
-Impide que se entrometa.
Sujetó al niño cabeza abajo sobre la plaza pavimentada, como un gato que jugara con un ratón indefenso.
Serena se precipitó hacia delante, pero el robot centinela le cerró el paso. Ella le golpeó con tal fuerza que el robot fue a parar contra la barandilla, antes de recuperar el equilibrio y apoderarse del brazo de Serena.
Abajo, los esclavos humanos alzaron la vista y señalaron el balcón. Una exclamación colectiva se alzó, seguida de un susurro.
-¡No! -gritó Serena mientras intentaba liberarse de la presa del robot-. ¡Por favor!
-Debo continuar mi importante trabajo. Este niño es un factor perturbador.
Erasmo balanceó al niño sobre el abismo. La brisa agitó su manto. Manion se retorcía y chillaba, llamaba a su madre.
Serena miró el rostro reflectante, pero no vio compasión ni preocupación. ¡Mi precioso bebé!
-¡No, por favor! Haré lo que...
Los esclavos no daban crédito a sus ojos.
-Serena... Tu nombre se deriva de «serenidad». -Erasmo alzó la voz para hacerse oír sobre los aullidos del niño-. ¿Lo entiendes?
La joven se lanzó contra el robot centinela, estuvo a punto de soltarse y extendió la mano, desesperada por apoderarse de su hijo.
De repente, los dedos de Erasmo se abrieron. Manion cayó a la plaza.
-Bien. Ya podemos volver al trabajo.
Serena lanzó un grito tan estruendoso que no oyó el terrible sonido del cuerpo al estrellarse contra el pavimento.
Indiferente al peligro que corría, Serena se soltó por fin, desgarrándose la piel, y empujó al robot centinela contra la barandilla. Cuando el robot recuperó el equilibrio, ella le empujó de nuevo, esta vez con más fuerza. El robot rompió la balaustrada y se precipitó al vacío.
Sin prestar atención a la máquina, Serena atacó a Erasmo y le golpeó con sus puños. Intentó mellar o arañar su cara de metal líquido, pero solo consiguió hacerse sangre en los dedos y romperse las uñas. En su frenesí, Serena desgarró el manto nuevo del robot. Después, agarró un jarrón de terracota del borde del balcón y lo rompió contra el cuerpo de Erasmo.
-Deja de portarte como un animal -dijo Erasmo. La envió de un manotazo al suelo.
Iblis Ginjo, que supervisaba a la cuadrilla de la plaza, contemplaba la escena con absoluta incredulidad. « ¡Es Serena!», gritó uno de los trabajadores de la villa, que la había reconocido. Su nombre fue coreado por los demás, como si la reverenciaran. Iblis recordaba a Serena Butler de cuando la había visto con los nuevos esclavos llegados de Giedi Prime.
Entonces, el robot soltó al niño.
Sin preocuparse por las consecuencias, Iblis corrió en un desesperado e infructuoso intento por atrapar al niño. Al ver la valiente reacción del capataz, muchos esclavos se precipitaron hacia delante.
Iblis se detuvo ante el cuerpo ensangrentado y comprendió que no podía hacer nada. Incluso después de todas las atrocidades que había visto cometer a cimeks y máquinas pensantes, este ultraje parecía inconcebible. Sostuvo el cuerpecillo destrozado en sus brazos y alzó la vista.
Serena estaba luchando contra sus amos. Los obreros lanzaron una exclamación ahogada y retrocedieron cuando lanzó por encima de la barandilla a un centinela robot. Como un destello metálico, la máquina pensante se estrelló contra las losas de piedra, no lejos de la mancha de sangre que había dejado el niño muerto. Quedó hecho añicos, sus componentes metálicos y fibrosos rotos, el líquido de los circuitos gelificados rezumando por las grietas...
Mortificados y consternados, los esclavos contemplaban la escena. Como leña preparada para arder, pensó Iblis. ¡Una cautiva humana se había enfrentado a las máquinas! ¡Había destruido a un robot con sus propias manos! Gritaron su nombre, asombrados.
En el balcón, una desafiante Serena seguía increpando a Erasmo, mientras él la empujaba hacia atrás con su fuerza superior. El coraje apasionado de la mujer sorprendió a todos. ¿Podía ser más claro el mensaje?
Un grito de cólera se elevó de las gargantas de los obreros cautivos. Ya habían sido aleccionados durante meses por las instrucciones y manipulaciones sutiles de Iblis. Había llegado el momento.
Con una sonrisa de triste satisfacción, dio la orden. Y los rebeldes se precipitaron hacia delante, en un acto que sería recordado durante diez mil años.....
DUNE. La Yihad Butleriana
BRIAN HERBERT y KEVIN J. ANDERSON

martes, 3 de julio de 2007

El camino era largo pero ...


El camino que iba de la casa Wetchik a Basílica era largo pero ellos lo conocían bien.
Hasta los ocho años, Nafai había hecho el viaje en dirección contraria, cuando Madre los
llevaba a él e Issib a casa de Padre para las vacaciones. En esos días era mágico estar en
una morada de hombres. Padre, con su melena blanca, les parecía casi un dios. De hecho,
hasta los cinco años, Nafai había pensado que Padre era el Alma Suprema. Mebbekew, sólo
seis años mayor que Nafai, siempre había sido socarrón y fastidioso, pero en esa época
Elemak se mostraba amable y juguetón. Diez años mayor que Nafai, Elya ya tenía talla de
adulto en los primeros recuerdos de Nafai acerca de la casa Wetchik; pero en vez del aspecto
etéreo de Padre, tenía trazas de luchador, un hombre que era amable sólo porque le venía en
gana, no porque rehuyera la violencia. En esos días Nafai había rogado que lo liberasen de la
casa de Madre y lo dejaran vivir con Wetchik y Elemak. Soportar a Mebbekew sería el precio
inevitable por vivir en la morada de los dioses.
Madre y Padre le explicaron por qué no lo liberaban de su educación.
—Los niños que van a vivir con el padre a esta edad son los menos promisorios —dijo
Padre—. Los que son demasiado violentos para permanecer en una casa de estudios,
demasiado irrespetuosos para vivir en una casa de mujeres.
—Y los más tontos van a vivir con el padre a los ocho años —añadió Madre—. Aparte de
los rudimentos de lectura y aritmética, ¿de qué le sirve el aprendizaje a un hombre estúpido?
Aun ahora, al recordar, Nafai sentía un hormigueo de placer, pues Mebbekew se jactaba de
que él, a diferencia de Nyef e Issya, y Elya en sus tiempos, había ido a casa de su padre a los
ocho años. Nafai estaba seguro de que Meb cumplía todos los requisitos para ingresar
tempranamente en la casa de los hombres.
Así lograron persuadir a Nafai de que le convenía quedarse con la madre. También había
otras razones —hacerle compañía a Issib, el prestigio del hogar de su madre, la asociación
con sus hermanas—, pero fue la ambición lo que hizo que Nafai se alegrara de quedarse. Soy
un chico promisorio. Seré valioso para la tierra de Basílica, quizá para el mundo entero. Tal
vez un día mis escritos sean enviados al cielo para que el Alma Suprema los comparta con
gentes de otras ciudades y otros idiomas. Tal vez un día sea uno de los grandes cuyas ideas
se almacenan en cristal y se guardan en un archivo, para ser leídas durante el resto de la
historia humana como uno de los gigantes de Armonía.
Aun así, como había rogado tan fervientemente que le permitieran vivir con Padre, desde
los ocho hasta los trece años él e Issib pasaban casi todos los fines de semana en casa de
Wetchik, y se familiarizaron tanto con ella como con la casa que Rasa tenía en la ciudad.
Padre les exigía que trabajaran con ahínco, experimentando lo que hace un hombre para
ganarse la vida, de modo que sus fines de semana no eran festivos. «Estudias seis días,
trabajando con la mente mientras tu cuerpo se toma vacaciones. Aquí trabajarás en los
establos e invernáculos, trabajando con el cuerpo mientras tu mente aprende la paz que
proviene del trabajo honesto.»
Así hablaba Padre, una especie de continua perorata. Madre decía que adoptaba este tono
porque no sabía hablar naturalmente con los niños. Pero Nafai había oído suficientes
conversaciones adultas para saber que Padre hablaba así con todos excepto con Rasa. Padre
nunca estaba a sus anchas, nunca era él mismo con nadie; pero con los años Nafai también
aprendió que Padre, por muy pomposo y grandilocuente que fuera, no era tonto; sus palabras
nunca eran hueras, estúpidas ni ignorantes. Así hablaba un hombre, pensaba Nafai cuando
era pequeño, de forma que practicaba un estilo elegante y se esmeraba por aprender el
emeznetyi clásico, además del bassyat coloquial que era el idioma de las artes y el comercio
de Basílica. Últimamente Nafai había comprendido que para comunicarse con la gente real
tenía que hablar el idioma común, pero los ritmos y melodías del emeznetyi aún se traslucían
en sus escritos y su habla. Incluso en las estúpidas bromas que provocaban la ira de Elemak.
—Acabo de comprender una cosa —dijo Nafai.
Issib no respondió. Iba tan adelante que Nafai no supo si le había oído. Pero Nafai continuó
de todos modos, hablando en voz aún más baja, quizá porque sólo se lo decía a sí mismo.
—Creo que digo esas cosas que enfurecen tanto a los demás no por ganas de molestar,
sino porque se me ocurre un modo ingenioso de expresarlas. Es como un arte, pensar en el
modo perfecto de expresar una idea, y cuando lo piensas tienes que decirlo, porque las
palabras no existen hasta que las dices.
—Un arte bastante endeble, Nyef, y te aconsejaría que lo abandones antes de que alguien
te mate por su causa. Vaya, Issib sí estaba escuchando.
—Para ser un sujeto tan fuerte y robusto, tardas bastante en subir por el Camino del Risco
hasta la Calle del Mercado —comentó Issib.
—Estaba pensando.
—Tendrías que aprender a pensar y caminar al mismo tiempo.....
La memoria de la Tierra
Orson Scott Card

lunes, 2 de julio de 2007

A intervalos recobraba la conciencia


A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.
En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.
Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.
El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.
Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.
Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.
Colgado del carcán, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.
Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.
Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.
—¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? —susurró.
El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.
—Esta Alá —dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.
—Pero ¿aquí no hay nadie?
—¿Eres forastero, Dhimmi?
—Sí.
El hombre descargó todo su odio en Rob.
—Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.
Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.
Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.
—Está el sha, judío extranjero —dijo.
Rob esperó.
—Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.
Rob no logró contener un atisbo de esperanza.
—¿Cualquiera?
—Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.
—¡No, no lo hagas! —gritó una voz en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que carcán salía el sonido.
—Quítatelo de la cabeza —prosiguió la voz desconocida—. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.
El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.
—No existe ninguna esperanza —dijo la voz desde la oscuridad.
El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:
—Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.
No volvieron a hablar.
Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.
—Vamos —dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.
Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.
Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.
Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que, en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.
Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.
La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.
—¿A dónde van? —preguntó al vendedor.
—A la audiencia del sha —contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó....
El médico
Noah Gordon