Los asesinatos no seguían un esquema fijo. Los cuerpos aparecían apares, a tríos, a solas... o no aparecían. Algunas desapariciones eran
incruentas, otras dejaban litros de sangre. No había testigos ni
supervivientes. El lugar no parecía importar: la familia Weimont vivía
en una de las villas de los alrededores, pero Sira Rob nunca
abandonaba su estudio del centro de la ciudad; dos víctimas
desaparecieron a solas, de noche, mientras paseaban por el Jardín Zen,
pero la hija del canciller Lehman tenía guardaespaldas privados y sin
embargo desapareció mientras estaba sola en un cuarto de baño en el
séptimo piso del palacio de Triste Rey Billy.
En Lusus, Centro Tau Ceti y otros viejos mundos de la Red, la muerte
de mil personas constituye una noticia de poca monta --información
para la esfera de datos o las páginas interiores del periódico
matutino--, pero en una ciudad de seis mil personas y una colonia de
cincuenta mil, doce asesinatos --como la proverbial sentencia a ser
colgado al amanecer-- concentran maravillosamente la atención.
Yo conocía a Melindre Harris, una de las primeras víctimas. Harris
había sido una de mis primeras conquistas como sátiro --y una de las
más entusiastas--: una hermosa muchacha, cabello largo y rubio
demasiado suave para ser real, una tez de melocotón fresco demasiado
virginal para soñar con tocarla, una belleza demasiado perfecta para
creerla, precisamente la mujer a la que incluso el hombre más tímido
sueña con violar. Esta vez la violaron en serio. Encontraron sólo la
cabeza, apoyada en el centro de la plaza Lord Byron como si la
hubieran enterrado hasta el cuello en mármol líquido. Cuando oí los
detalles comprendí con qué clase de criatura nos las veíamos, pues un
gato que teníamos en la finca de mamá dejaba ofrendas similares en el
patio sur en las mañanas de verano: la cabeza de un ratón mirando
desde la piedra arenisca en pleno asombro de roedor, o a veces la
sonrisa dentuda de una ardilla: trofeos de muerte de un depredador
orgulloso pero hambriento.
Triste Rey Billy me visitó mientras yo trabajaba en mis Cantos.
--Buenos días, Billy --saludé.
--Majestad --rezongó Su Majestad en una rara muestra de regia
irritación. Había dejado de tartamudear el día en que la real nave de
descenso aterrizó en Hype-rion.
--Buenos días, Billy, majestad.
Mi señor soltó un gruñido, apartó unos papeles y se las apañó para
sentarse en el único charco de café que había en un banco, por lo
demás seco.
--Estás escribiendo de nuevo, Silenus.
No vi razones para reconocer lo evidente.
--¿Siempre has usado pluma?
--No, sólo cuando quiero escribir algo digno de leerse.
--¿Eso es digno de leerse? --Señaló los manuscritos que yo había
apilado en dos semanas locales de trabajo.
--Sí.
--¿Sí? ¿Sólo sí?
--Sí.
--¿Lo podré leer pronto?
--No.
Billy bajó la mirada y advirtió que tenía la pierna en un charco de
café. Frunció el ceño y limpió el charco con el borde de la capa.
--¿Nunca? --preguntó.
--No, a menos que me sobrevivas.
--Es mi pretensión --admitió el rey--. Mientras tú mueres por ser el
carnero de las ovejas del reino.
--¿Eso es un intento de metáfora?
--En absoluto --replicó Billy--. Sólo una observación.
--No he mirado a una oveja desde mis días de infancia en la granja. En
una canción prometí a mi madre que no volvería a follar ovejas sin
pedirle permiso.
Mientras el rey Billy me miraba apesadumbrado, entoné unas notas de
una antigua canción llamada Nunca habrá otra oveja.
--Martin, alguien o algo está matando a mi gente.
Aparté el papel y la pluma.
--Lo sé.
--Necesito tu ayuda.
--¿Cómo, por Dios? ¿Quieres que busque al asesino como un detective de
HTV? ¿Tener una puñetera lucha a muerte en las puñeteras Cascadas de
Reichenbach?
--Eso sería satisfactorio, Martin. Pero por ahora bastarían unas
opiniones y consejos.
--Opinión Una, fue estúpido venir aquí. Opinión Dos, es estúpido
quedarse. Consejo Alfa y Omega: Márchate.
Billy asintió, abatido.
--¿Marcharme de esta ciudad o de toda Hyperion?
Me encogí de hombros.
Su Majestad se levantó y se dirigió a la ventana de mi pequeño
estudio. Daba a un callejón de tres metros y a la pared de ladrillos
de una planta de reciclaje automática vecina. Billy estudió la vista.
--¿Conoces la antigua leyenda del Alcaudón? --preguntó.
--Sí.
--Los aborígenes asocian al monstruo con las Tumbas de Tiempo.
--Los aborígenes se pintarrajean el vientre para celebrar la cosecha y
fuman tabaco no recombinatorio.
Billy asintió ante la sabiduría del comentario.
--El equipo inicial de la Hegemonía tenía miedo de esta zona. Puso los
grabadores multicanal y mantuvo sus bases al sur de la Brida.
--Mira, majestad... ¿qué quieres? ¿Absolución por haber cometido el
error de fundar la ciudad aquí? ¡Estás absuelto! Ve y no peques más,
hijo mío. Ahora, alteza, si no te molesta, adiós. Debo escribir unos
versos procaces.....
Los Cantos de Hyperion
Dan Simmons
incruentas, otras dejaban litros de sangre. No había testigos ni
supervivientes. El lugar no parecía importar: la familia Weimont vivía
en una de las villas de los alrededores, pero Sira Rob nunca
abandonaba su estudio del centro de la ciudad; dos víctimas
desaparecieron a solas, de noche, mientras paseaban por el Jardín Zen,
pero la hija del canciller Lehman tenía guardaespaldas privados y sin
embargo desapareció mientras estaba sola en un cuarto de baño en el
séptimo piso del palacio de Triste Rey Billy.
En Lusus, Centro Tau Ceti y otros viejos mundos de la Red, la muerte
de mil personas constituye una noticia de poca monta --información
para la esfera de datos o las páginas interiores del periódico
matutino--, pero en una ciudad de seis mil personas y una colonia de
cincuenta mil, doce asesinatos --como la proverbial sentencia a ser
colgado al amanecer-- concentran maravillosamente la atención.
Yo conocía a Melindre Harris, una de las primeras víctimas. Harris
había sido una de mis primeras conquistas como sátiro --y una de las
más entusiastas--: una hermosa muchacha, cabello largo y rubio
demasiado suave para ser real, una tez de melocotón fresco demasiado
virginal para soñar con tocarla, una belleza demasiado perfecta para
creerla, precisamente la mujer a la que incluso el hombre más tímido
sueña con violar. Esta vez la violaron en serio. Encontraron sólo la
cabeza, apoyada en el centro de la plaza Lord Byron como si la
hubieran enterrado hasta el cuello en mármol líquido. Cuando oí los
detalles comprendí con qué clase de criatura nos las veíamos, pues un
gato que teníamos en la finca de mamá dejaba ofrendas similares en el
patio sur en las mañanas de verano: la cabeza de un ratón mirando
desde la piedra arenisca en pleno asombro de roedor, o a veces la
sonrisa dentuda de una ardilla: trofeos de muerte de un depredador
orgulloso pero hambriento.
Triste Rey Billy me visitó mientras yo trabajaba en mis Cantos.
--Buenos días, Billy --saludé.
--Majestad --rezongó Su Majestad en una rara muestra de regia
irritación. Había dejado de tartamudear el día en que la real nave de
descenso aterrizó en Hype-rion.
--Buenos días, Billy, majestad.
Mi señor soltó un gruñido, apartó unos papeles y se las apañó para
sentarse en el único charco de café que había en un banco, por lo
demás seco.
--Estás escribiendo de nuevo, Silenus.
No vi razones para reconocer lo evidente.
--¿Siempre has usado pluma?
--No, sólo cuando quiero escribir algo digno de leerse.
--¿Eso es digno de leerse? --Señaló los manuscritos que yo había
apilado en dos semanas locales de trabajo.
--Sí.
--¿Sí? ¿Sólo sí?
--Sí.
--¿Lo podré leer pronto?
--No.
Billy bajó la mirada y advirtió que tenía la pierna en un charco de
café. Frunció el ceño y limpió el charco con el borde de la capa.
--¿Nunca? --preguntó.
--No, a menos que me sobrevivas.
--Es mi pretensión --admitió el rey--. Mientras tú mueres por ser el
carnero de las ovejas del reino.
--¿Eso es un intento de metáfora?
--En absoluto --replicó Billy--. Sólo una observación.
--No he mirado a una oveja desde mis días de infancia en la granja. En
una canción prometí a mi madre que no volvería a follar ovejas sin
pedirle permiso.
Mientras el rey Billy me miraba apesadumbrado, entoné unas notas de
una antigua canción llamada Nunca habrá otra oveja.
--Martin, alguien o algo está matando a mi gente.
Aparté el papel y la pluma.
--Lo sé.
--Necesito tu ayuda.
--¿Cómo, por Dios? ¿Quieres que busque al asesino como un detective de
HTV? ¿Tener una puñetera lucha a muerte en las puñeteras Cascadas de
Reichenbach?
--Eso sería satisfactorio, Martin. Pero por ahora bastarían unas
opiniones y consejos.
--Opinión Una, fue estúpido venir aquí. Opinión Dos, es estúpido
quedarse. Consejo Alfa y Omega: Márchate.
Billy asintió, abatido.
--¿Marcharme de esta ciudad o de toda Hyperion?
Me encogí de hombros.
Su Majestad se levantó y se dirigió a la ventana de mi pequeño
estudio. Daba a un callejón de tres metros y a la pared de ladrillos
de una planta de reciclaje automática vecina. Billy estudió la vista.
--¿Conoces la antigua leyenda del Alcaudón? --preguntó.
--Sí.
--Los aborígenes asocian al monstruo con las Tumbas de Tiempo.
--Los aborígenes se pintarrajean el vientre para celebrar la cosecha y
fuman tabaco no recombinatorio.
Billy asintió ante la sabiduría del comentario.
--El equipo inicial de la Hegemonía tenía miedo de esta zona. Puso los
grabadores multicanal y mantuvo sus bases al sur de la Brida.
--Mira, majestad... ¿qué quieres? ¿Absolución por haber cometido el
error de fundar la ciudad aquí? ¡Estás absuelto! Ve y no peques más,
hijo mío. Ahora, alteza, si no te molesta, adiós. Debo escribir unos
versos procaces.....
Los Cantos de Hyperion
Dan Simmons
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