De los dos fanáticos sureños, el menor y el menos corpulento era Billy Ray Cobb. A los
veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de
Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un granuja flacucho y de malas
pulgas que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de
drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los
carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño
negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de
Ford County. Era en hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos
impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los
últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares
contantes y sonantes por una lujosa Camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y
con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo
terreno eran producto de un intercambio comercial y la bandera rebelde que colgaba de la
ventana posterior la había robado a un compañero borracho en un partido de fútbol de Ole
Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de
la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que
disfrutaba de su turno con la negrita.
Willard era cuatro años mayor que él y unos doce años más atrasado. En general, era un
individuo inofensivo que nunca había tenido un empleo estable, pero tampoco ningún lío grave.
Alguna noche en la comisaría después de una pelea: nada digno de mención. Se autodefinía
como talador de árboles, pero el dolor de espalda solía mantenerlo alejado del bosque. Se
había lastimado la espalda en una plataforma petrolífera de algún lugar del Golfo y había
recibido una generosa recompensa de la empresa, que perdió cuando su ex esposa lo dejó sin
blanca. Su vocación primordial consistía en trabajar de vez en cuando para Billy Ray Cobb, que
pagaba poco pero era generoso con la droga. Por primera vez en muchos años, Willard la
tenía siempre a mano. Y siempre la necesitaba. Le ocurría desde que se había lastimado la
espalda.
La niña tenía diez años y era pequeña para su edad. Se apoyaba sobre los codos, unidos y
atados con una cuerda de nilón amarillo. Tenía las piernas abiertas de un modo grotesco, con
el pie derecho atado a un vástago de roble y el izquierdo a una estaca podrida de una verja
abandonada. La cuerda le había lastimado los tobillos y tenía las piernas empapadas de
sangre. Su rostro estaba hinchado y sangriento, con un ojo abultado y cerrado y el otro medio
abierto, por el que veía al hombre blanco sentado en la camioneta. No miraba al que tenía
encima, que jadeaba, sudaba y echaba maldiciones. Le hacía daño.
Cuando terminó, la abofeteó y se rió. El otro individuo también se rió y ambos empezaron a
revolcarse por el suelo junto a la camioneta, como si estuvieran locos, soltando gritos y
carcajadas. La niña volvió la cabeza y lloró quedamente, procurando que no la oyeran. Antes la
habían golpeado por llorar y gemir, y habían jurado matarla si no guardaba silencio.
Cansados de reírse, se subieron a la caja de la camioneta, donde Willard se limpió con la
camisa de la negrita, que estaba empapada de sudor y sangre. Cobb le ofreció una cerveza fría
de la nevera e hizo un comentario relacionado con la humedad. Contemplaron a la niña, que
sollozaba y hacía extraños ruidos discretos hasta que se quedó tranquila. La cerveza de Cobb
estaba medio vacía y bastante caliente. Se la arrojó a la niña. Le dio en el vientre, que cubrió
de espuma, y siguió rodando por el suelo hasta acercarse a un montón de latas vacías, todas
procedentes de la misma nevera. Le habían arrojado a la niña, entre carcajadas, una docena
de latas a medio consumir. A Willard le resultaba difícil alcanzar el objetivo, pero los disparos
de Cobb eran bastante certeros. No es que les gustara desperdiciar la cerveza, pero era más
fácil dominar las latas con un poco de peso, y les divertía enormemente ver cómo se
desparramaba la espuma.
La cerveza caliente se mezclaba con la sangre y le corría por el cuello y la cara hasta un
charco junto a su cabeza. La niña permanecía inmóvil. Willard preguntó a Cobb si creía que
estaba muerta. Cobb abrió otra cerveza y le respondió que no lo estaba, porque, para matar a
un negro, generalmente no bastaba con unas patadas, una paliza y la violación. Se necesitaba
algo más, como un cuchillo, una pistola o una cuerda, para deshacerse de un negro.
A pesar de que nunca había participado en ninguna matanza, había vivido con un montón de
negros en la cárcel y lo sabía todo acerca de ellos. No dejaban de matarse entre sí, y siempre
utilizaban algún tipo de arma. Los que sólo recibían una paliza o eran violados, nunca morían.
Algunos de los blancos apaleados y violados habían fallecido. Pero nunca un negro. Tenían la
cabeza más dura. Willard parecía satisfecho.
Willard preguntó a su compañero qué pensaba hacer ahora que habían acabado con la niña.
Cobb dio una calada al porro, tomó un sorbo de cerveza y respondió que todavía no había
acabado con ella. Se apeó de un brinco y cruzó haciendo eses el pequeño claro en el bosque,
hacia el lugar donde la niña estaba atada. Le chilló y echó maldiciones para despertarla antes
de verter la cerveza fría sobre su cara mientras reía como un loco.
Ella vio que daba la vuelta al árbol y se detenía para mirarla fijamente entre las piernas.
Cuando comprobó que se bajaba los pantalones, ladeó la cabeza y cerró lo ojos. Volvía a
hacerle daño. Miró hacia el bosque y vio algo: a un hombre que corría como un loco entre la
maleza y los matorrales. Era su papá, que, dando gritos, corría desesperadamente para
salvarla. Lo llamó, pero él desapareció. Se quedó dormida.
Cuando despertó, uno de los individuos estaba acostado bajo la caja de la camioneta y el
otro bajo un árbol. Ambos dormían. Tenía las piernas y los brazos paralizados. La sangre, la
cerveza y la orina se habían mezclado con el polvo para formar una pasta pegajosa que
sujetaba su pequeño cuerpo al suelo, que crujía cuando se movía y contorsionaba. Debo
escapar, pensó, pero con el mayor de los esfuerzos sólo logró moverse unos centímetros a la
derecha. Sus pies estaban atados tan arriba que sus nalgas apenas tocaban el suelo. Las
piernas y los brazos, entumecidos, se negaban a moverse.
Miró hacia el bosque en busca de su padre y lo llamó sin levantar la voz. Esperó y volvió a
quedarse dormida. Cuando despertó por segunda vez, ambos individuos estaban levantados y
dando vueltas. El más alto se le acercaba haciendo eses, con un pequeño cuchillo en la mano.
La agarró del tobillo izquierdo y atacó furiosamente la cuerda hasta cortarla. A continuación le
soltó la pierna derecha y la niña se dobló en posición fetal, de espaldas a ellos. Cobb arrojó
una cuerda por encima de la rama de un árbol e hizo un nudo corredizo en un extremo de la
misma. Agarró a la niña por la cabeza, le colocó la cuerda alrededor del cuello, cogió el otro
extremo de la misma y se dirigió a la cola del vehículo, donde Willard fumaba un nuevo porro
con una sonrisa en los labios por lo que Cobb estaba a punto de hacer. Cobb tensó la cuerda y
le dio un brutal tirón, arrastrando el pequeño cuerpo desnudo hasta detenerse bajo la rama.
Puesto que la niña tosía y jadeaba, tuvo la amabilidad de aflojar un poco la cuerda para
concederle unos minutos de gracia. La ató al parachoques de la camioneta y abrió otra lata de
cerveza.
Permanecieron sentados en la cola del vehículo mientras bebían, fumaban y contemplaban a
la niña. Habían pasado la mayor parte del día junto al lago con unas chicas a las que suponían
presa fácil, pero resultaron ser intocables. Cobb había sido generoso con las drogas y la
cerveza, y, sin embargo, las chicas no correspondieron. Habían abandonado el lago frustrados
y conducían sin rumbo fijo cuando se encontraron casualmente con la niña. Andaba por un
camino sin asfaltar con una bolsa de víveres cuando Willard le dio en la nuca con una lata de
cerveza.
-¿Piensas hacerlo? -preguntó Willard con los ojos empañados e irritados.
-No. Dejaré que lo hagas tú -titubeó Cobb-. Ha sido idea tuya.
Willard le dio una calada al porro y escupió.
-No ha sido idea mía. Tú eres el experto en matar negros. Hazlo tú.
Cobb desató la cuerda del parachoques y dio un tirón. La niña, que ahora los observaba
atentamente, quedó cubierta de pequeños fragmentos de corteza de olmo. Tosió.
De pronto, oyó algo: un coche cuyos tubos de escape hacían mucho ruido. Ambos individuos
se volvieron para observar el camino en dirección a la lejana carretera mientras blasfemaban y
se movían de un lado para otro. Uno de ellos golpeó la caja de la camioneta y el otro se acercó
corriendo a la niña. Tropezó y cayó cerca de ella. Sin dejar de blasfemar, la agarraron, le
retiraron la cuerda del cuello, la arrastraron hasta la camioneta y la arrojaron sobre la caja.
Cobb la abofeteó y amenazó con matarla si no se quedaba quieta y guardaba silencio. Dijo que
la llevaría a su casa si no se movía y obedecía, pero que, de lo contrario, la mataría. Cerraron
las puertas y salieron a toda velocidad. Regresaba a su casa. Perdió el conocimiento.
Cobb y Willard saludaron con la mano a los ocupantes del Firebird de sonoros tubos de
escape cuando se cruzaron en el estrecho camino. Willard volvió la cabeza para asegurarse de
que la negrita permanecía oculta. Llegaron a la carretera y Cobb aceleró.
-¿Y ahora qué? -preguntó Willard intranquilo.
No lo sé -respondió, indeciso, Cobb-. Pero hemos de hacer algo antes de que me deje el
vehículo lleno de sangre. Fíjate en ella, sangra por todas partes.
-Arrojémosla desde el puente -propuso orgullosamente Willard después de vaciar su lata de
cerveza.
-Buena idea. Una idea excelente -dijo Cobb al tiempo que daba un frenazo-. Dame una
cerveza.
Willard se apeó obedientemente y se dirigió a la caja en busca de dos latas.
-Incluso la nevera está manchada de sangre -comentó después de que reemprendieran la
marcha....
veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de
Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un granuja flacucho y de malas
pulgas que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de
drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los
carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño
negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de
Ford County. Era en hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos
impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los
últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares
contantes y sonantes por una lujosa Camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y
con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo
terreno eran producto de un intercambio comercial y la bandera rebelde que colgaba de la
ventana posterior la había robado a un compañero borracho en un partido de fútbol de Ole
Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de
la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que
disfrutaba de su turno con la negrita.
Willard era cuatro años mayor que él y unos doce años más atrasado. En general, era un
individuo inofensivo que nunca había tenido un empleo estable, pero tampoco ningún lío grave.
Alguna noche en la comisaría después de una pelea: nada digno de mención. Se autodefinía
como talador de árboles, pero el dolor de espalda solía mantenerlo alejado del bosque. Se
había lastimado la espalda en una plataforma petrolífera de algún lugar del Golfo y había
recibido una generosa recompensa de la empresa, que perdió cuando su ex esposa lo dejó sin
blanca. Su vocación primordial consistía en trabajar de vez en cuando para Billy Ray Cobb, que
pagaba poco pero era generoso con la droga. Por primera vez en muchos años, Willard la
tenía siempre a mano. Y siempre la necesitaba. Le ocurría desde que se había lastimado la
espalda.
La niña tenía diez años y era pequeña para su edad. Se apoyaba sobre los codos, unidos y
atados con una cuerda de nilón amarillo. Tenía las piernas abiertas de un modo grotesco, con
el pie derecho atado a un vástago de roble y el izquierdo a una estaca podrida de una verja
abandonada. La cuerda le había lastimado los tobillos y tenía las piernas empapadas de
sangre. Su rostro estaba hinchado y sangriento, con un ojo abultado y cerrado y el otro medio
abierto, por el que veía al hombre blanco sentado en la camioneta. No miraba al que tenía
encima, que jadeaba, sudaba y echaba maldiciones. Le hacía daño.
Cuando terminó, la abofeteó y se rió. El otro individuo también se rió y ambos empezaron a
revolcarse por el suelo junto a la camioneta, como si estuvieran locos, soltando gritos y
carcajadas. La niña volvió la cabeza y lloró quedamente, procurando que no la oyeran. Antes la
habían golpeado por llorar y gemir, y habían jurado matarla si no guardaba silencio.
Cansados de reírse, se subieron a la caja de la camioneta, donde Willard se limpió con la
camisa de la negrita, que estaba empapada de sudor y sangre. Cobb le ofreció una cerveza fría
de la nevera e hizo un comentario relacionado con la humedad. Contemplaron a la niña, que
sollozaba y hacía extraños ruidos discretos hasta que se quedó tranquila. La cerveza de Cobb
estaba medio vacía y bastante caliente. Se la arrojó a la niña. Le dio en el vientre, que cubrió
de espuma, y siguió rodando por el suelo hasta acercarse a un montón de latas vacías, todas
procedentes de la misma nevera. Le habían arrojado a la niña, entre carcajadas, una docena
de latas a medio consumir. A Willard le resultaba difícil alcanzar el objetivo, pero los disparos
de Cobb eran bastante certeros. No es que les gustara desperdiciar la cerveza, pero era más
fácil dominar las latas con un poco de peso, y les divertía enormemente ver cómo se
desparramaba la espuma.
La cerveza caliente se mezclaba con la sangre y le corría por el cuello y la cara hasta un
charco junto a su cabeza. La niña permanecía inmóvil. Willard preguntó a Cobb si creía que
estaba muerta. Cobb abrió otra cerveza y le respondió que no lo estaba, porque, para matar a
un negro, generalmente no bastaba con unas patadas, una paliza y la violación. Se necesitaba
algo más, como un cuchillo, una pistola o una cuerda, para deshacerse de un negro.
A pesar de que nunca había participado en ninguna matanza, había vivido con un montón de
negros en la cárcel y lo sabía todo acerca de ellos. No dejaban de matarse entre sí, y siempre
utilizaban algún tipo de arma. Los que sólo recibían una paliza o eran violados, nunca morían.
Algunos de los blancos apaleados y violados habían fallecido. Pero nunca un negro. Tenían la
cabeza más dura. Willard parecía satisfecho.
Willard preguntó a su compañero qué pensaba hacer ahora que habían acabado con la niña.
Cobb dio una calada al porro, tomó un sorbo de cerveza y respondió que todavía no había
acabado con ella. Se apeó de un brinco y cruzó haciendo eses el pequeño claro en el bosque,
hacia el lugar donde la niña estaba atada. Le chilló y echó maldiciones para despertarla antes
de verter la cerveza fría sobre su cara mientras reía como un loco.
Ella vio que daba la vuelta al árbol y se detenía para mirarla fijamente entre las piernas.
Cuando comprobó que se bajaba los pantalones, ladeó la cabeza y cerró lo ojos. Volvía a
hacerle daño. Miró hacia el bosque y vio algo: a un hombre que corría como un loco entre la
maleza y los matorrales. Era su papá, que, dando gritos, corría desesperadamente para
salvarla. Lo llamó, pero él desapareció. Se quedó dormida.
Cuando despertó, uno de los individuos estaba acostado bajo la caja de la camioneta y el
otro bajo un árbol. Ambos dormían. Tenía las piernas y los brazos paralizados. La sangre, la
cerveza y la orina se habían mezclado con el polvo para formar una pasta pegajosa que
sujetaba su pequeño cuerpo al suelo, que crujía cuando se movía y contorsionaba. Debo
escapar, pensó, pero con el mayor de los esfuerzos sólo logró moverse unos centímetros a la
derecha. Sus pies estaban atados tan arriba que sus nalgas apenas tocaban el suelo. Las
piernas y los brazos, entumecidos, se negaban a moverse.
Miró hacia el bosque en busca de su padre y lo llamó sin levantar la voz. Esperó y volvió a
quedarse dormida. Cuando despertó por segunda vez, ambos individuos estaban levantados y
dando vueltas. El más alto se le acercaba haciendo eses, con un pequeño cuchillo en la mano.
La agarró del tobillo izquierdo y atacó furiosamente la cuerda hasta cortarla. A continuación le
soltó la pierna derecha y la niña se dobló en posición fetal, de espaldas a ellos. Cobb arrojó
una cuerda por encima de la rama de un árbol e hizo un nudo corredizo en un extremo de la
misma. Agarró a la niña por la cabeza, le colocó la cuerda alrededor del cuello, cogió el otro
extremo de la misma y se dirigió a la cola del vehículo, donde Willard fumaba un nuevo porro
con una sonrisa en los labios por lo que Cobb estaba a punto de hacer. Cobb tensó la cuerda y
le dio un brutal tirón, arrastrando el pequeño cuerpo desnudo hasta detenerse bajo la rama.
Puesto que la niña tosía y jadeaba, tuvo la amabilidad de aflojar un poco la cuerda para
concederle unos minutos de gracia. La ató al parachoques de la camioneta y abrió otra lata de
cerveza.
Permanecieron sentados en la cola del vehículo mientras bebían, fumaban y contemplaban a
la niña. Habían pasado la mayor parte del día junto al lago con unas chicas a las que suponían
presa fácil, pero resultaron ser intocables. Cobb había sido generoso con las drogas y la
cerveza, y, sin embargo, las chicas no correspondieron. Habían abandonado el lago frustrados
y conducían sin rumbo fijo cuando se encontraron casualmente con la niña. Andaba por un
camino sin asfaltar con una bolsa de víveres cuando Willard le dio en la nuca con una lata de
cerveza.
-¿Piensas hacerlo? -preguntó Willard con los ojos empañados e irritados.
-No. Dejaré que lo hagas tú -titubeó Cobb-. Ha sido idea tuya.
Willard le dio una calada al porro y escupió.
-No ha sido idea mía. Tú eres el experto en matar negros. Hazlo tú.
Cobb desató la cuerda del parachoques y dio un tirón. La niña, que ahora los observaba
atentamente, quedó cubierta de pequeños fragmentos de corteza de olmo. Tosió.
De pronto, oyó algo: un coche cuyos tubos de escape hacían mucho ruido. Ambos individuos
se volvieron para observar el camino en dirección a la lejana carretera mientras blasfemaban y
se movían de un lado para otro. Uno de ellos golpeó la caja de la camioneta y el otro se acercó
corriendo a la niña. Tropezó y cayó cerca de ella. Sin dejar de blasfemar, la agarraron, le
retiraron la cuerda del cuello, la arrastraron hasta la camioneta y la arrojaron sobre la caja.
Cobb la abofeteó y amenazó con matarla si no se quedaba quieta y guardaba silencio. Dijo que
la llevaría a su casa si no se movía y obedecía, pero que, de lo contrario, la mataría. Cerraron
las puertas y salieron a toda velocidad. Regresaba a su casa. Perdió el conocimiento.
Cobb y Willard saludaron con la mano a los ocupantes del Firebird de sonoros tubos de
escape cuando se cruzaron en el estrecho camino. Willard volvió la cabeza para asegurarse de
que la negrita permanecía oculta. Llegaron a la carretera y Cobb aceleró.
-¿Y ahora qué? -preguntó Willard intranquilo.
No lo sé -respondió, indeciso, Cobb-. Pero hemos de hacer algo antes de que me deje el
vehículo lleno de sangre. Fíjate en ella, sangra por todas partes.
-Arrojémosla desde el puente -propuso orgullosamente Willard después de vaciar su lata de
cerveza.
-Buena idea. Una idea excelente -dijo Cobb al tiempo que daba un frenazo-. Dame una
cerveza.
Willard se apeó obedientemente y se dirigió a la caja en busca de dos latas.
-Incluso la nevera está manchada de sangre -comentó después de que reemprendieran la
marcha....
Tiempo de matar
John Grisham
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