viernes, 29 de junio de 2007

Leche verde agriada ...



Leche verde agriada.
El humo ascendía hacia la luz, y el humo y la luz se fundían en uno para convertirse en leche verde. La leche se fisionaba, ascendía, recubría el techo de una humareda opaca.
El smog estaba en todas partes. Arriba. Abajo. En la sala. Afuera. Verde y agrio.
Aquella sensación agria emanaba no sólo del smog que se había introducido en el
edificio a través de los aparatos de aire acondicionado y de las vaharadas de tabaco que inundaban la habitación. Procedía también del recuerdo de las imágenes que Childe había visto aquella mañana, y sabía que volvería a ver en los próximos minutos.
Herald Childe nunca había visto la sala de proyecciones del Departamento de Policía
de Los Angeles sumida en una tal oscuridad. El rayo luminoso procedente de la cabina de proyección habitualmente aclaraba la penumbra, pero el humo de cigarros y cigarrillos, el smog y el estado de ánimo de los espectadores oscurecían todo. Incluso la plateada luz de la pantalla parecía absorber la luz en lugar de reflejarla a los espectadores.
Allá arriba, donde el rayo luminoso se encontraba con el humo del tabaco, se formaba
leche verde que se cortaba y agriaba. Así veía las cosas Herald Childe, y la imagen no era exagerada. Los condados de Los Angeles y Orange estaban siendo asfixiados por la peor racha de smog de la historia. Durante un día y una noche y otro día y otra noche no se había movido ni un hálito de viento. Al tercer día, daba la impresión de que la situación podía prolongarse indefinidamente.
El smog. Ahora podía olvidarse del smog.
Abierto de brazos y piernas, en la pantalla aparecía su compañero (posiblemente ex
compañero). Detrás suyo, los cortinones rojo burdeos refulgían sombríamente, y la cara de Matthew Colben, normalmente colorada como el Chianti aguado al cincuenta por
ciento, estaba ahora tan rojo e hinchado como una bolsa de plástico transparente, repleta de vino.
La cámara se alejó de la cara para mostrar el resto de su cuerpo y parte de la
habitación. Estaba tumbado de espaldas y desnudo. Sus brazos estaban sujetos con
correas a sus costados, y sus piernas, también sujetas con correas, formaban una V. Su sexo se bamboleaba sobre el muslo izquierdo como un grueso gusano ebrio.
La mesa debía haber sido fabricada con el propósito de amarrar a ella hombres con las
piernas separadas, de modo que otras personas pudieran caminar entre ellas.
Aparte de la mesa de madera en forma de Y, la gruesa alfombra color rojo vino y los
cortinones color burdeos, la habitación estaba vacía. La cámara giró sobre sí misma para mostrar los cortinones y después volvió a su posición inicial y se elevó. La figura completa de Matthew Colben apareció como podría verla una mosca desde el techo, su cabeza reposaba sobre una almohada oscura. Levantó los ojos hacia la cámara y sonrió estúpidamente. No parecía importarle lo más mínimo el estar amarrado e indefenso.
Las escenas previas explicaban el porqué. Se veía cómo Colben había pasado,
mediante un condicionamiento muy preciso, del terror impotente a una excitación febril.
Childe, que había ya presenciado la película completa, sintió como sus entrañas se
retorcían y entrenudaban y, con sus extremos enroscados a su columna vertebral,
parecían querer estrangularse unas a otras.
Colben sonreía beatíficamente.
—¡Estúpido! —murmuró Childe—, ¡pobre jodido estúpido! El hombre sentado a la
derecha de Childe se volvió hacia él y dijo:
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Nada, comisionado.
Pero sentía como si su pene se estuviera retrayendo al interior de su abdomen,
arrastrando sus testículos tras él.
Las cortinas se abrieron, y la cámara hizo un zoom hacia un inmenso ojo oscuro,
bordeado de negro, de largas pestañas, después se desplazó hacia abajo a lo largo de
una estrecha y recta nariz y unos labios turgentes de un rojo vivísimo. Una lengua rosada se deslizó entre unos dientes anormalmente blancos e iguales, se disparó varias veces con un movimiento de vaivén. Un hilo de saliva se deslizaba por el mentón y después desapareció.
La cámara se desplazó hacia atrás. Los cortinones se abrieron de golpe y entró una
mujer. Su pelo negro y brillante estaba peinado hacia atrás y caía en cascada hasta su cintura. Su cara estaba muy maquillada: falsos lunares, rouge, polvos, pinturas verdes, rojas, negras y azules en torno a los ojos y un rizo azulado que bajaba por sus mejillas, pestañas postizas y un diminuto anillo de oro sujeto a la nariz. La bata verde, cerrada en torno al cuello y al talle, era tan tenue que parecía estar desnuda. Lo que no le impidió desatar los cordones que sujetaban el cuello y la cintura, y dejó deslizar la bata hasta el suelo, mostrando que podía estar aún más desnuda.
La cámara encuadró a la mujer. En la base del cuello tenía un hoyo profundo y los
huesos que lo rodeaban eran finos y delicados. Los pechos eran turgentes pero no
grandes, ligeramente cónicos y respingones, con pezones estrechos y largos, casi
afilados. Los pechos se sustentaban en una amplia caja torácica. El abdomen se hundía
hacia el interior; en sus caderas enjutas los huesos eran algo prominentes. La cámara
giró, o ella se dio la vuelta. (Childe no podía estar seguro, porque la cámara estaba muy cerca de ella, y carecía de puntos de referencia.) Sus nalgas eran como dos enormes huevos duros.
La cámara giró en torno a ellos, mostrando el estrecho talle y las ovoides caderas, y
después se volvió hacia el techo, que estaba cubierto con una tela del color de un
derrame sanguíneo en el ojo de un borracho. La cámara remontó un muslo blanco y
nacarado; un haz de luz iluminó su entrepierna. La mujer debía haberse abierto de
piernas, allí estaban el pequeño ojo marrón del ano y el borde de los grandes labios de sucoño. El vello era rubio, lo que quería decir que la mujer se había teñido el cabello. O quizás el vello púbico.
La cámara pasó entre las piernas de la mujer —que parecían ahora las colosales
extremidades de una estatua— y después se desplazó lentamente hacia arriba. Se
enderezó a la altura del pubis. Este estaba parcialmente cubierto por una tela triangular sujeta con cinta adhesiva. Childe no acertaba a adivinar la razón. Aunque, sin lugar a dudas, la razón no era el pudor.
Aunque había visto este plano anteriormente, se puso rígido. La primera vez, él —igual que el resto de los espectadores— había dado un brinco y algunos habían maldecido, y uno había lanzado un grito de terror.
La tela estaba tensa sobre el pubis. Un cambio de iluminación reveló súbitamente que
la tela era transparente. El vello formaba un triángulo oscuro y la vulva absorbía suficiente cantidad de tela como para mostrar lo ajustada que ésta estaba.
Abruptamente (y Childe volvió a dar un respingo, aunque sabía lo que venía después)
la tela se hundió aún más profundamente, como si algo desde el interior de la vagina
entreabriera los labios de la vulva. Entonces, algo abultó tras la tela, algo que tan sólo podía haber salido del interior de la mujer. Empujó la tela hacia arriba; la tela se agitó como si un diminuto puño o cabeza la estuviera golpeando, y después el bulto se retrajo y la tela quedó inmóvil de nuevo.
El comisionado, sentado dos asientos más allá de Childe, dijo:
—¿Qué diablos puede haber sido eso?
Expelió el humo de su cigarro y empezó a toser. Childe también tosió:
—Podría ser algo mecánico que llevara metido en el coño —dijo Childe—. O podría
ser... —Dejó su frase (y sus pensamientos) en suspenso. Que supiera, ningún
hermafrodita tenía un pene en el interior del canal vaginal. En cualquier caso, aquello que salía deslizándose al exterior no era un pene; parecía una entidad independiente, dotada de voluntad propia —ésa era la impresión que daba— y desde luego la cosa en cuestión había atacado la tela en más de un lugar.
La cámara hizo un movimiento y encuadró a Colben. Ahora estaba a menos de un
metro de él, alzada varios centímetros. Mostró los pies, aparentemente enormes a tan
corta distancia, las musculadas y peludas pantorrillas, y los muslos extendidos sobre la mesa en forma de Y, los gruesos testículos, el pene como un grueso gusano, que ya no se balanceaba contra el muslo sino que comenzaba a engrosarse y a alzar su inflamada y roja cabeza. Colben no podía haber visto entrar a la mujer, pero evidentemente había sido condicionado de forma que supiera que ella llegaría al cabo de un tiempo después de que le hubieran amarrado a la mesa. El pene estaba despertando como si tuviera oídos —enterrados en el seno de su carne como los de una serpiente—, o como si la hendidura de su glande pudiera detectar —como las fosas nasales de una víbora— el calor emitido por un cuerpo humano.
La cámara se desplazó para tomar de perfil la cabeza de Matthew Colben. El espeso y
rizado cabello gris y negro, las grandes y coloradas orejas, la frente lisa, la gran nariz ganchuda, los delgados labios, la maciza mandíbula con su barbilla maciza y cuadrada como la cabeza de un martillo pilón, su grande y grueso tórax, la protuberancia de una panza obtenida gracias a una concienzuda acumulación de cerveza y filetes, la curva descendente hasta el pene, ahora totalmente erecto e hinchado y duro; las venas eran cuerdas entrelazadas en el cabo de la pasión (Childe no podía evitar el pensar por medio de tales imágenes; manoseaba conceptos con el toque de un Midas). El glande, totalmente al descubierto, brillaba con fluido lubrificante.
Ahora, la cámara se apartó de Colben y se elevó para poder mostrar simultáneamente
al hombre y a la mujer. Ella se acercó lentamente, con las caderas ondulantes; al llegar a la altura de Colben, le murmuró algo. Sus labios se movían, pero no había sonido. El especialista de la policía no había podido leer en sus labios porque la cabeza estaba excesivamente inclinada. Colben dijo también algo, pero sus palabras resultaron indescifrables por la misma razón.
La mujer se inclinó sobre Colben y le puso el pezón izquierdo en la boca. El estuvo un rato chupándoselo; luego la mujer se apartó. Primer plano del pezón, húmedo e hinchado.
Ella le besó en la boca; la cámara se aproximó desde un costado, y la mujer levantó un poco la cabeza para permitir que la cámara filmara su lengua entrando y saliendo de la boca de Colben. Luego comenzó a besar y a lamer su barbilla, su cuello, su pecho, sus tetillas, y humedeció su rotunda panza con saliva. Se aproximó lentamente al pubis y chupó los pelos, le dio al pene breves lengüetazos y lo besó con los labios repetidas veces; después lo cogió por la raíz, lo apretó entre sus dedos y empezó a lamer el capullo. Después se colocó entre las piernas de Colben y comenzó a chuparle la verga con frenesí.
En este momento, un piano con sonido a lata como aquellos que se tocaban antaño en
los bares o cuando el cine mudo, comenzó a interpretar Humoresque de Dvorak. La
cámara se desplazó, enfocando la cara de Colben; sus ojos estaban cerrados y tenía un
aspecto estático, estúpidamente feliz.
Por primera vez se oyó la voz de la mujer:
—Avísame justo antes de correrte, querido. Unos treinta segundos antes. Tengo una
maravillosa sorpresa para ti. Algo formidable.
La policía había examinado la voz en el osciloscopio pero se habían introducido
distorsiones. Debido a ello la voz sonaba muy hueca y temblorosa.
—Ve más despacio, muñeca —dijo Colben—. Tómatelo con calma, igual que la última
vez. Fue el orgasmo más fantástico que haya tenido en mi vida. Ahora vas demasiado
aprisa. Y no me metas el dedo por el culo como la otra vez, me duelen las almorranas.
La primera vez que se había proyectado aquella escena, algunos policías habían
lanzado una risotada. Esta vez nadie lo hizo. Se produjo un inaudible pero notorio
movimiento en los espectadores. El humo de los cigarrillos pareció solidificarse; la leche verde apresada por el rayo de luz se volvió aún más agria. El comisionado inspiró con tanta fuerza que tuvo un fuerte acceso de tos.
El piano interpretaba la Obertura de Guillermo Tell. El sonido metálico de la música
resultaba incongruente; era esa misma incongruencia la que le hacía parecer tan
horrenda.
La mujer alzó la cabeza y preguntó:
—¿Vas a correrte, mon petit?
—Sí —gimió Colben—. ¡Ahora! ¡Ahora!
La mujer miró a la cámara y sonrió. La carne de su cara pareció volatilizarse,
descubriendo unos huesos como fosforescentes, de contornos imprecisos. Sólo el cráneo
apareció contrastado y brillante. Luego la carne reapareció, recubriendo los huesos.
La mujer sonrió lascivamente a la cámara y bajó de nuevo la cabeza. Esta vez se puso
en cuclillas bajo la mesa, con la cámara siguiendo sus movimientos. Cogió algo de un
pequeño estante adosado a una pata de la mesa. La luz se intensificó y la cámara se
aproximó aún más.
La mujer había cogido una dentadura postiza. Parecía hecha de hierro; los dientes
estaban afilados como hojas de afeitar y eran puntiagudos como los de un tigre.
Sonrió, depositó la dentadura sobre el estante, y con las dos manos se sacó la
dentadura que llevaba puesta. Inmediatamente pareció envejecer treinta años. Depositó
los blancos dientes sobre el estante y después se insertó la dentadura de hierro en la boca. Deslizó la punta del índice entre los nuevos dientes y mordió suavemente. Después apartó el dedo y lo situó de forma que la cámara pudiera enfocarlo. Del mordisco fluía una sangre roja y brillante.
Se puso en pie y se limpió el corte con el abultado glande de Colben, inclinándose
después para lamer la sangre. Colben se puso a gemir: —¡Oh, Dios mío! —exclamó—.
¡Me corro! Su boca se cerró en torno al glande y chupó ruidosamente. Colben empezó a
estremecerse y a gemir. La cámara mostró su rostro un momento, después volvió a su
posición anterior, encuadrando a la mujer de perfil.
Súbitamente, ella alzó la cabeza con un movimiento brusco. El sexo, agitado por
violentas convulsiones, lanzaba borbotones de esperma espesa y blancuzca. Ella abrió la boca de par en par, se precipitó sobre la verga y mordió. Los músculos de su mandíbula se anudaron; los músculos de su cuello se tensaron como cables de acero. Colben aulló.
Ella, moviendo rápidamente la cabeza de atrás adelante, mordió una y otra vez. De su
boca chorreaba la sangre, tiñendo de rojo el vello púbico de Colben....
La imagen de la bestia
Philip José Farmer

Hubo un tiempo en que yo también necesitaba el aire

Hubo un tiempo en el que yo también necesitaba el aire. Como vosotros, no podía vivir sin él. No se realmente cuanto hace de eso porque aquí abajo el tiempo es más difícil de medir. Pudieron pasar meses o décadas. Poco importa.

Mi vida antes del "cambio" era bastante normal, con momentos mejores y peores. Con instantes de felicidad que ahora brillan como novas entre mis neuronas y ocasiones amargas que al difuminarse con el tiempo pierden su trágico protagonismo para convertirse en simples escollos en el camino. Una racha de malos momentos, torpezas inacabables y falta de aciertos me empujó a plantearme una huida hacia ¿dónde? no tenía ni idea.

Mi primer planteamiento fue utilizar el coche. Conducir con el deposito lleno, a cada vez más velocidad y cerrar los ojos, dejarte llevar por el ciego instinto hacia un camión, un muro o una cuneta. Lo hice en varias ocasiones pero siempre acababa abriendo los ojos. Supongo que me picaba la curiosidad y quería ver contra que me la iba a pegar. Y claro, no me la pegaba.

Pero se presento una oportunidad un día que, con unos amigos, fui a bucear. Cuando llevabamos ya un buen rato abajo y el profundímetro rondaba los cuarenta metros me alejé un poco de ellos. Me quite el chaleco, que con esa presión hacia honor a su nombre pues apenas abultaba más que una simple tela, saqué el regulador de mi boca y me arranqué las gafas de la cara. Mis compañeros no sabían que pasaba, así que aprovechando su indecisión me lancé con toda la fuerza que podía sacar de mis aletas, alejándome de ellos y ganando profundidad por momentos.

El dolor en los oidos se hizo insoportable ante el brusco descenso, todo mi cuerpo sentía la presión aplastante de toneladas de agua sobre mí, los pulmones me estallaban pidiendo aire. Abrí la boca y tragué buscando un rápido fin pero ...

Pero no pasó nada. Bueno, sí que pasó. Pasó que el dolor desapareció, que la presión se convirtió en una cómoda y agradable compañía, que mi vista se aclaró y pude ver mejor que nunca lo había hecho en el mundo de la superficie, ..... y sobre todo pasó que pude seguir respirando o como se llame eso que ahora hago.

En aquel momento me convertí en parte del Azul y en él vivo recorriéndolo a mi antojo en cualquier dirección, desde la cálida superficie hasta la más fría de las profundidades. Buscando el fin encontré el comienzo ...

PACO


miércoles, 27 de junio de 2007

Durante toda su juventud el principe ...



Durante toda su juventud, el príncipe había oído la historia de la Bella Durmiente, condenada a dormir durante cien años, al igual que sus padres, el rey y la reina, y toda la corte, después de haberse pinchado el dedo con un huso.
Pero no creyó en la leyenda hasta que estuvo dentro del castillo.
Ni siquiera la había creído al ver los cuerpos de otros príncipes atrapados en las espinas de los rosales trepadores que cubrían los muros. Ellos sí habían acudidos movidos por un convencimiento, eso era cierto, pero él necesitaba ver con sus propios ojos el interior del castillo.
El príncipe, imprudente por efecto del dolor que sentía tras la muerte de su padre y demasiado poderoso bajo el reinado de una madre que lo favorecía en exceso, cortó de raíz las imponentes trepadoras, impidiendo de este modo que lo apresaran entre su maraña. No era el deseo de morir sino el de conquistar el que lo empujaba.
Avanzando con tiento entre los esqueletos de los que no habían logrado resolver el misterio, se introdujo a solas en la gran sala de banquetes.
El sol brillaba en lo alto del cielo y las enredaderas habían retrocedido permitiendo que la luz cayera en haces polvorientos desde las encumbradas ventanas.
Todavía instalados ante la mesa de banquetes y cubiertos por varias capas de polvo, el príncipe descubrió a los hombres y mujeres de la antigua corte que dormían con los rostros inanimados y rubicundos envueltos por telas de araña.
Se quedó boquiabierto al ver a los sirvientes dormidos contra las paredes, con las ropas consumidas y convertidas en andrajos.
Así que la antigua leyenda era cierta. Con la misma osadía de antes, inició la búsqueda de la Bella Durmiente, que debía hallarse en el centro de todo aquello.
La encontró en la alcoba más alta de la casa. Finalmente, tras sortear los cuerpos de doncellas y criados dormidos, y respirar el polvo y la humedad del lugar, se halló en el umbral de la puerta de su santuario.
Sobre el terciopelo verde oscuro de la cama, el cabello pajizo de la princesa se extendía largo y liso, y el vestido, que formaba holgados pliegues, revelaba los pechos redondeados y las formas de una joven.
Abrió las contraventanas cerradas. La luz del sol resplandeció sobre ella. El príncipe se acercó un poco más y soltó un ahogado suspiro al tocar la mejilla, los labios entreabiertos y los dientes y, después, los delicados párpados.
El rostro le pareció perfecto; y la túnica bordada, que se le había pegado al cuerpo y marcaba el pliegue entre sus piernas, permitía adivinar la forma de su sexo.
Desenvainó la espada con la que había cortado todas las enredaderas que cubrían los muros y, deslizando cuidadosamente la hoja entre sus pechos, rasgó con facilidad el viejo tejido del vestido que quedó abierto hasta el borde inferior. Él separó las dos mitades y la observó. Los pezones eran del mismo color rosáceo que sus labios, y el vello púbico era castaño y más rizado que la larga melena lisa que le cubría los brazos hasta llegar casi a las caderas por ambos costados.
Separó de un tajo las mangas y alzó con suma delicadeza el cuerpo de la joven para liberarlo de todas las ropas. El peso de la cabellera pareció tirar de la cabeza de ésta, que quedó apoyada en los brazos de él al tiempo que la boca se abría un poco más.
El príncipe dejó a un lado la espada. Se quitó la pesada armadura y a continuación volvió a alzar a la princesa sosteniéndola con el brazo izquierdo por debajo de los hombros y la mano derecha entre las piernas, el pulgar en lo alto del pubis.
Ella no profirió ningún sonido; pero si fuera posible gemir en silencio, la princesa gimió con la actitud de su cuerpo. Su cabeza cayó hacia él, quien sintió la caliente humedad del pubis contra su mano derecha. Al volver a tenderla, le apresó ambos pechos y los chupó suavemente, primero uno y luego el otro.
Eran éstos unos pechos llenos y firmes, pues la joven tenía quince años cuando la maldición se apoderó de ella. Él le mordisqueó los pezones, al tiempo que le meneaba los senos casi con brusquedad, como si quisiera sopesarlos; luego se deleitó palmeteándolos ligeramente hacia delante y atrás.
Al entrar en la estancia el deseo le había invadido con fuerza, casi dolorosamente, y ahora le incitaba de forma casi cruel.
Se subió sobre ella y le separó las piernas, mientras pellizcaba suave y profundamente la blanca carne interior de los muslos. Estrechó el pecho derecho en su mano izquierda e introdujo su miembro sosteniendo a la princesa erguida para poder llevar aquella boca hasta la suya y, mientras se abría paso a través de su inocencia, le separó la boca con la lengua y le pellizcó con fuerza el pecho.
Le chupó los labios, le extrajo la vida y la introdujo en él. Cuando el príncipe sintió que su simiente explotaba dentro del otro cuerpo, la joven gritó.
Luego sus ojos azules se abrieron.
—¡Bella! —le susurró.
Ella cerró los ojos, con las cejas doradas ligeramente fruncidas en un leve mohín mientras el sol centelleaba sobre su amplia frente blanca.
Le levantó la barbilla, besó su garganta y, al extraer su miembro del sexo comprimido de ella, la oyó gemir debajo de él.
La princesa estaba aturdida. La incorporó hasta dejarla sentada, desnuda, con una rodilla doblada sobre los restos del vestido de terciopelo esparcidos encima de la cama, que era tan lisa y dura como una mesa.
—Os he despertado, querida mía —le dijo—. Habéis dormido durante cien años, igual que todos los que os querían....
El rapto de la Bella Durmiente
Anne Rice

lunes, 25 de junio de 2007

Los chiquillos llegaron temprano al ahorcamiento



Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.
Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de las covachuelas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde la horca permanecía a la espera.
Los muchachos aborrecían cuanto sus mayores tenían en estima.
Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y, de encontrarse con un animal herido, lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración especial ante una mutilación. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey.
Amaban la violencia, podían recorrer millas para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían un ahorcamiento.
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros lanzaron voces de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a devorar una manzana, y uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando.
Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de que sucediera algo.
Pronto un grupo de hombres jóvenes, mozos de caballos, braceros y aprendices irrumpieron en la plaza del mercado. Desalojaron a bofetadas y puntapiés a los chiquillos del pórtico de la iglesia recostándose luego en los arcos de piedra esculpida, rascándose, escupiendo en el suelo y comentando con afectada seguridad la muerte por ahorcamiento. Si tiene suerte, afirmaba uno, el cuello se lo rompe tan pronto como cae, una muerte rápida y sin dolor. Pero de no ser así se queda ahí colgado, se pone amoratado, con la boca abierta, y se agita como un pez fuera del agua hasta quedar estrangulado. Otro aseguró que morir así podía durar el tiempo que le cuesta a un hombre recorrer una milla, y un tercero dijo que aun podía ser peor. Él había presenciado un ahorcamiento de un hombre en que el cuello se le había alargado treinta centímetros para cuando murió.
Y de repente, más o menos en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo. El sheriff iba en cabeza montando un hermoso corcel negro seguido por un carro tirado por bueyes en el que iba el prisionero maniatado.
Detrás del carro cabalgaban tres hombres y aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la procesión.
Todos ellos habían estado ante el tribunal del Condado reunido en la nave de la iglesia el día anterior. El sacerdote había pillado al ladrón con las manos en la masa, el monje había identificado el cáliz de plata como perteneciente al monasterio, el caballero era el señor del ladrón y le había identificado como fugitivo. Y el sheriff le había condenado a muerte.
Mientras descendían lentamente por la ladera de la colina, el resto del pueblo se había agolpado alrededor de la horca. Entre los últimos en llegar se encontraban los ciudadanos más destacados. El carnicero, el panadero, dos curtidores, dos herreros, el cuchillero y el saetero, todos ellos con sus esposas.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Habitualmente disfrutaban con los ahorcamientos. Por lo general el preso era un ladrón, y ellos aborrecían a los ladrones con la rabia de la gente que ha luchado con dureza por lograr lo que tenían. Pero aquel ladrón era diferente. Nadie sabía quién era ni de dónde había llegado. No les había robado a ellos sino a un monasterio que se encontraba a veinte millas de distancia. Y había robado un cáliz incrustado de piedras preciosas, algo de un valor tan grande que hubiera sido virtualmente imposible venderlo, pues no era como vender un jamón, un cuchillo nuevo o un buen cinturón, cuya pérdida hubiera podido perjudicar a alguien. No podían odiar a un nombre por un delito tan inútil. Se escucharon algunos insultos y silbidos al entrar el preso en la plaza, pero incluso éstos carecían de entusiasmo y sólo los chiquillos se burlaron de él con encarnizamiento. A las mozas les pareció feo, las viejas sintieron lastima de él y los chiquillos se morían de risa.
El sheriff les era familiar, pero los otros tres hombres que habían decidido la condena del ladrón les resultaban extraños. El caballero, un hombre gordo y rubio, era sin duda una persona de cierta importancia pues montaba un caballo de batalla, un enorme animal que costaría al menos lo que un carpintero podía ganar en diez años. El monje, mucho más viejo, tendría unos cincuenta años. Era un hombre alto y flaco e iba derrumbado sobre su montura como si la vida fuera para él una carga insoportable. El sacerdote era realmente impresionante, un hombre joven de nariz afilada, pelo negro y lacio, enfundado en ropajes negros y montando un semental castaño. Tenía la mirada viva y peligrosa, como la de un gato negro capaz de olisquear un nido de ratoncillos.
Un chiquillo, apuntando cuidadosamente, escupió al prisionero. Fue un buen disparo y le dio entre los ojos. El preso gruñó una maldición y se lanzó hacia el que le había escupido, pero se vio inmovilizado por las cuerdas que le sujetaban a cada lado del carro.
El incidente hubiera carecido de importancia de no haber sido porque las palabras que pronunció eran en francés normando, la lengua de los señores. ¿Era de alto linaje o simplemente se encontraba muy lejos de casa? Nadie lo sabía.
El carro de bueyes se detuvo delante de la horca. El alguacil del sheriff subió hasta la plataforma del carro con el dogal en la mano. El prisionero comenzó a forcejear. Los chiquillos lanzaron vítores; se hubieran sentido amargamente decepcionados si el prisionero hubiera permanecido tranquilo. Las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos le impedían los movimientos, pero sacudía bruscamente la cabeza a uno y otro lado intentando evadirse del dogal. El alguacil, un hombre corpulento, retrocedió un paso y golpeó al prisionero en el estómago.
El hombre se inclinó hacia delante, falto de respiración, y el alguacil aprovechó para deslizarle el dogal por la cabeza y apretar el nudo. Luego saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un gancho colocado al pie de la horca.
Aquel era el momento crucial. Si el prisionero forcejeaba sólo lograría adelantar su muerte.
Entonces los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole en pie sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se hizo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba ese punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos o la mujer sacaba un cuchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un ultimo intento de liberarle. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios pidiendo el perdón o lanzaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a cada lado de la horca, dispuestos a intervenir de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar. Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío. Gradualmente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien miraba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchacha de unos quince años. Al mirarla, la gente se preguntaba cómo no se habrían dado cuenta antes de su presencia. Tenía un pelo largo y abundante de un castaño oscuro, brillante, que le nacía en la frente despejada con lo que la gente llamaba pico de viuda. Los rasgos eran corrientes y la boca sensual, de labios gruesos.
Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer, pero nadie más observó nada salvo sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y penetrantes que cuando miraba a alguien sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas le caían por las suaves mejillas.
Una vez acabada la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento. Éste gritó "¡Jop!", azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía chasquear también su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso, el buey arrastró el carro y el preso quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se rompió con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo la joven era el motivo del grito. Había caído de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella. Era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. La gente se apartó temerosa pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ahorcamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven dirigió la mirada de sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldición, subiendo el tono de su voz a medida que pronunciaba las palabras:
—Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angustia...
Los Pilares de la Tierra
Ken Follet

De los dos fanáticos sureños



De los dos fanáticos sureños, el menor y el menos corpulento era Billy Ray Cobb. A los
veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de
Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un granuja flacucho y de malas
pulgas que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de
drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los
carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño
negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de
Ford County. Era en hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos
impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los
últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares
contantes y sonantes por una lujosa Camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y
con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo
terreno eran producto de un intercambio comercial y la bandera rebelde que colgaba de la
ventana posterior la había robado a un compañero borracho en un partido de fútbol de Ole
Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de
la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que
disfrutaba de su turno con la negrita.
Willard era cuatro años mayor que él y unos doce años más atrasado. En general, era un
individuo inofensivo que nunca había tenido un empleo estable, pero tampoco ningún lío grave.
Alguna noche en la comisaría después de una pelea: nada digno de mención. Se autodefinía
como talador de árboles, pero el dolor de espalda solía mantenerlo alejado del bosque. Se
había lastimado la espalda en una plataforma petrolífera de algún lugar del Golfo y había
recibido una generosa recompensa de la empresa, que perdió cuando su ex esposa lo dejó sin
blanca. Su vocación primordial consistía en trabajar de vez en cuando para Billy Ray Cobb, que
pagaba poco pero era generoso con la droga. Por primera vez en muchos años, Willard la
tenía siempre a mano. Y siempre la necesitaba. Le ocurría desde que se había lastimado la
espalda.
La niña tenía diez años y era pequeña para su edad. Se apoyaba sobre los codos, unidos y
atados con una cuerda de nilón amarillo. Tenía las piernas abiertas de un modo grotesco, con
el pie derecho atado a un vástago de roble y el izquierdo a una estaca podrida de una verja
abandonada. La cuerda le había lastimado los tobillos y tenía las piernas empapadas de
sangre. Su rostro estaba hinchado y sangriento, con un ojo abultado y cerrado y el otro medio
abierto, por el que veía al hombre blanco sentado en la camioneta. No miraba al que tenía
encima, que jadeaba, sudaba y echaba maldiciones. Le hacía daño.
Cuando terminó, la abofeteó y se rió. El otro individuo también se rió y ambos empezaron a
revolcarse por el suelo junto a la camioneta, como si estuvieran locos, soltando gritos y
carcajadas. La niña volvió la cabeza y lloró quedamente, procurando que no la oyeran. Antes la
habían golpeado por llorar y gemir, y habían jurado matarla si no guardaba silencio.
Cansados de reírse, se subieron a la caja de la camioneta, donde Willard se limpió con la
camisa de la negrita, que estaba empapada de sudor y sangre. Cobb le ofreció una cerveza fría
de la nevera e hizo un comentario relacionado con la humedad. Contemplaron a la niña, que
sollozaba y hacía extraños ruidos discretos hasta que se quedó tranquila. La cerveza de Cobb
estaba medio vacía y bastante caliente. Se la arrojó a la niña. Le dio en el vientre, que cubrió
de espuma, y siguió rodando por el suelo hasta acercarse a un montón de latas vacías, todas
procedentes de la misma nevera. Le habían arrojado a la niña, entre carcajadas, una docena
de latas a medio consumir. A Willard le resultaba difícil alcanzar el objetivo, pero los disparos
de Cobb eran bastante certeros. No es que les gustara desperdiciar la cerveza, pero era más
fácil dominar las latas con un poco de peso, y les divertía enormemente ver cómo se
desparramaba la espuma.
La cerveza caliente se mezclaba con la sangre y le corría por el cuello y la cara hasta un
charco junto a su cabeza. La niña permanecía inmóvil. Willard preguntó a Cobb si creía que
estaba muerta. Cobb abrió otra cerveza y le respondió que no lo estaba, porque, para matar a
un negro, generalmente no bastaba con unas patadas, una paliza y la violación. Se necesitaba
algo más, como un cuchillo, una pistola o una cuerda, para deshacerse de un negro.
A pesar de que nunca había participado en ninguna matanza, había vivido con un montón de
negros en la cárcel y lo sabía todo acerca de ellos. No dejaban de matarse entre sí, y siempre
utilizaban algún tipo de arma. Los que sólo recibían una paliza o eran violados, nunca morían.
Algunos de los blancos apaleados y violados habían fallecido. Pero nunca un negro. Tenían la
cabeza más dura. Willard parecía satisfecho.
Willard preguntó a su compañero qué pensaba hacer ahora que habían acabado con la niña.
Cobb dio una calada al porro, tomó un sorbo de cerveza y respondió que todavía no había
acabado con ella. Se apeó de un brinco y cruzó haciendo eses el pequeño claro en el bosque,
hacia el lugar donde la niña estaba atada. Le chilló y echó maldiciones para despertarla antes
de verter la cerveza fría sobre su cara mientras reía como un loco.
Ella vio que daba la vuelta al árbol y se detenía para mirarla fijamente entre las piernas.
Cuando comprobó que se bajaba los pantalones, ladeó la cabeza y cerró lo ojos. Volvía a
hacerle daño. Miró hacia el bosque y vio algo: a un hombre que corría como un loco entre la
maleza y los matorrales. Era su papá, que, dando gritos, corría desesperadamente para
salvarla. Lo llamó, pero él desapareció. Se quedó dormida.
Cuando despertó, uno de los individuos estaba acostado bajo la caja de la camioneta y el
otro bajo un árbol. Ambos dormían. Tenía las piernas y los brazos paralizados. La sangre, la
cerveza y la orina se habían mezclado con el polvo para formar una pasta pegajosa que
sujetaba su pequeño cuerpo al suelo, que crujía cuando se movía y contorsionaba. Debo
escapar, pensó, pero con el mayor de los esfuerzos sólo logró moverse unos centímetros a la
derecha. Sus pies estaban atados tan arriba que sus nalgas apenas tocaban el suelo. Las
piernas y los brazos, entumecidos, se negaban a moverse.
Miró hacia el bosque en busca de su padre y lo llamó sin levantar la voz. Esperó y volvió a
quedarse dormida. Cuando despertó por segunda vez, ambos individuos estaban levantados y
dando vueltas. El más alto se le acercaba haciendo eses, con un pequeño cuchillo en la mano.
La agarró del tobillo izquierdo y atacó furiosamente la cuerda hasta cortarla. A continuación le
soltó la pierna derecha y la niña se dobló en posición fetal, de espaldas a ellos. Cobb arrojó
una cuerda por encima de la rama de un árbol e hizo un nudo corredizo en un extremo de la
misma. Agarró a la niña por la cabeza, le colocó la cuerda alrededor del cuello, cogió el otro
extremo de la misma y se dirigió a la cola del vehículo, donde Willard fumaba un nuevo porro
con una sonrisa en los labios por lo que Cobb estaba a punto de hacer. Cobb tensó la cuerda y
le dio un brutal tirón, arrastrando el pequeño cuerpo desnudo hasta detenerse bajo la rama.
Puesto que la niña tosía y jadeaba, tuvo la amabilidad de aflojar un poco la cuerda para
concederle unos minutos de gracia. La ató al parachoques de la camioneta y abrió otra lata de
cerveza.
Permanecieron sentados en la cola del vehículo mientras bebían, fumaban y contemplaban a
la niña. Habían pasado la mayor parte del día junto al lago con unas chicas a las que suponían
presa fácil, pero resultaron ser intocables. Cobb había sido generoso con las drogas y la
cerveza, y, sin embargo, las chicas no correspondieron. Habían abandonado el lago frustrados
y conducían sin rumbo fijo cuando se encontraron casualmente con la niña. Andaba por un
camino sin asfaltar con una bolsa de víveres cuando Willard le dio en la nuca con una lata de
cerveza.
-¿Piensas hacerlo? -preguntó Willard con los ojos empañados e irritados.
-No. Dejaré que lo hagas tú -titubeó Cobb-. Ha sido idea tuya.
Willard le dio una calada al porro y escupió.
-No ha sido idea mía. Tú eres el experto en matar negros. Hazlo tú.
Cobb desató la cuerda del parachoques y dio un tirón. La niña, que ahora los observaba
atentamente, quedó cubierta de pequeños fragmentos de corteza de olmo. Tosió.
De pronto, oyó algo: un coche cuyos tubos de escape hacían mucho ruido. Ambos individuos
se volvieron para observar el camino en dirección a la lejana carretera mientras blasfemaban y
se movían de un lado para otro. Uno de ellos golpeó la caja de la camioneta y el otro se acercó
corriendo a la niña. Tropezó y cayó cerca de ella. Sin dejar de blasfemar, la agarraron, le
retiraron la cuerda del cuello, la arrastraron hasta la camioneta y la arrojaron sobre la caja.
Cobb la abofeteó y amenazó con matarla si no se quedaba quieta y guardaba silencio. Dijo que
la llevaría a su casa si no se movía y obedecía, pero que, de lo contrario, la mataría. Cerraron
las puertas y salieron a toda velocidad. Regresaba a su casa. Perdió el conocimiento.
Cobb y Willard saludaron con la mano a los ocupantes del Firebird de sonoros tubos de
escape cuando se cruzaron en el estrecho camino. Willard volvió la cabeza para asegurarse de
que la negrita permanecía oculta. Llegaron a la carretera y Cobb aceleró.
-¿Y ahora qué? -preguntó Willard intranquilo.
No lo sé -respondió, indeciso, Cobb-. Pero hemos de hacer algo antes de que me deje el
vehículo lleno de sangre. Fíjate en ella, sangra por todas partes.
-Arrojémosla desde el puente -propuso orgullosamente Willard después de vaciar su lata de
cerveza.
-Buena idea. Una idea excelente -dijo Cobb al tiempo que daba un frenazo-. Dame una
cerveza.
Willard se apeó obedientemente y se dirigió a la caja en busca de dos latas.
-Incluso la nevera está manchada de sangre -comentó después de que reemprendieran la
marcha....

Tiempo de matar
John Grisham

Los asesinatos no seguían un esquema fijo ...


Los asesinatos no seguían un esquema fijo. Los cuerpos aparecían apares, a tríos, a solas... o no aparecían. Algunas desapariciones eran
incruentas, otras dejaban litros de sangre. No había testigos ni
supervivientes. El lugar no parecía importar: la familia Weimont vivía
en una de las villas de los alrededores, pero Sira Rob nunca
abandonaba su estudio del centro de la ciudad; dos víctimas
desaparecieron a solas, de noche, mientras paseaban por el Jardín Zen,
pero la hija del canciller Lehman tenía guardaespaldas privados y sin
embargo desapareció mientras estaba sola en un cuarto de baño en el
séptimo piso del palacio de Triste Rey Billy.
En Lusus, Centro Tau Ceti y otros viejos mundos de la Red, la muerte
de mil personas constituye una noticia de poca monta --información
para la esfera de datos o las páginas interiores del periódico
matutino--, pero en una ciudad de seis mil personas y una colonia de
cincuenta mil, doce asesinatos --como la proverbial sentencia a ser
colgado al amanecer-- concentran maravillosamente la atención.
Yo conocía a Melindre Harris, una de las primeras víctimas. Harris
había sido una de mis primeras conquistas como sátiro --y una de las
más entusiastas--: una hermosa muchacha, cabello largo y rubio
demasiado suave para ser real, una tez de melocotón fresco demasiado
virginal para soñar con tocarla, una belleza demasiado perfecta para
creerla, precisamente la mujer a la que incluso el hombre más tímido
sueña con violar. Esta vez la violaron en serio. Encontraron sólo la
cabeza, apoyada en el centro de la plaza Lord Byron como si la
hubieran enterrado hasta el cuello en mármol líquido. Cuando oí los
detalles comprendí con qué clase de criatura nos las veíamos, pues un
gato que teníamos en la finca de mamá dejaba ofrendas similares en el
patio sur en las mañanas de verano: la cabeza de un ratón mirando
desde la piedra arenisca en pleno asombro de roedor, o a veces la
sonrisa dentuda de una ardilla: trofeos de muerte de un depredador
orgulloso pero hambriento.
Triste Rey Billy me visitó mientras yo trabajaba en mis Cantos.
--Buenos días, Billy --saludé.
--Majestad --rezongó Su Majestad en una rara muestra de regia
irritación. Había dejado de tartamudear el día en que la real nave de
descenso aterrizó en Hype-rion.
--Buenos días, Billy, majestad.
Mi señor soltó un gruñido, apartó unos papeles y se las apañó para
sentarse en el único charco de café que había en un banco, por lo
demás seco.
--Estás escribiendo de nuevo, Silenus.
No vi razones para reconocer lo evidente.
--¿Siempre has usado pluma?
--No, sólo cuando quiero escribir algo digno de leerse.
--¿Eso es digno de leerse? --Señaló los manuscritos que yo había
apilado en dos semanas locales de trabajo.
--Sí.
--¿Sí? ¿Sólo sí?
--Sí.
--¿Lo podré leer pronto?
--No.
Billy bajó la mirada y advirtió que tenía la pierna en un charco de
café. Frunció el ceño y limpió el charco con el borde de la capa.
--¿Nunca? --preguntó.
--No, a menos que me sobrevivas.
--Es mi pretensión --admitió el rey--. Mientras tú mueres por ser el
carnero de las ovejas del reino.
--¿Eso es un intento de metáfora?
--En absoluto --replicó Billy--. Sólo una observación.
--No he mirado a una oveja desde mis días de infancia en la granja. En
una canción prometí a mi madre que no volvería a follar ovejas sin
pedirle permiso.
Mientras el rey Billy me miraba apesadumbrado, entoné unas notas de
una antigua canción llamada Nunca habrá otra oveja.
--Martin, alguien o algo está matando a mi gente.
Aparté el papel y la pluma.
--Lo sé.
--Necesito tu ayuda.
--¿Cómo, por Dios? ¿Quieres que busque al asesino como un detective de
HTV? ¿Tener una puñetera lucha a muerte en las puñeteras Cascadas de
Reichenbach?
--Eso sería satisfactorio, Martin. Pero por ahora bastarían unas
opiniones y consejos.
--Opinión Una, fue estúpido venir aquí. Opinión Dos, es estúpido
quedarse. Consejo Alfa y Omega: Márchate.
Billy asintió, abatido.
--¿Marcharme de esta ciudad o de toda Hyperion?
Me encogí de hombros.
Su Majestad se levantó y se dirigió a la ventana de mi pequeño
estudio. Daba a un callejón de tres metros y a la pared de ladrillos
de una planta de reciclaje automática vecina. Billy estudió la vista.
--¿Conoces la antigua leyenda del Alcaudón? --preguntó.
--Sí.
--Los aborígenes asocian al monstruo con las Tumbas de Tiempo.
--Los aborígenes se pintarrajean el vientre para celebrar la cosecha y
fuman tabaco no recombinatorio.
Billy asintió ante la sabiduría del comentario.
--El equipo inicial de la Hegemonía tenía miedo de esta zona. Puso los
grabadores multicanal y mantuvo sus bases al sur de la Brida.
--Mira, majestad... ¿qué quieres? ¿Absolución por haber cometido el
error de fundar la ciudad aquí? ¡Estás absuelto! Ve y no peques más,
hijo mío. Ahora, alteza, si no te molesta, adiós. Debo escribir unos
versos procaces.....

Los Cantos de Hyperion
Dan Simmons

domingo, 24 de junio de 2007

Comenzando

Le añado un nuevo apéndice al blog (a este paso acabará convertido en un pulpo). Se trata solo de ficción. Y en dosis pequeñas. Poco espacio, poco tiempo. Intentaré contar cosas que se le vayan ocurriendo a mi calenturienta mente. También recurriré a fragmentos de libros que me gusten o signifiquen algo especial (en ese caso citaré el título y el autor). Y por supuesto supongo que no hace falta decir que lo abro a todos los que colaboráis conmigo habitualmente con vuestros artículos y comentarios. Estáis invitados a escribir (ya sabéis mi correo). Eso sí, os aviso de mi gusto por lo escabroso, lo inquietante, lo erótico, lo morboso, lo especial, lo diferente, lo ....
Espero que os divirtáis.