lunes, 2 de julio de 2007

A intervalos recobraba la conciencia


A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.
En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.
Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.
El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.
Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.
Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.
Colgado del carcán, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.
Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.
Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.
—¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? —susurró.
El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.
—Esta Alá —dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.
—Pero ¿aquí no hay nadie?
—¿Eres forastero, Dhimmi?
—Sí.
El hombre descargó todo su odio en Rob.
—Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.
Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.
Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.
—Está el sha, judío extranjero —dijo.
Rob esperó.
—Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.
Rob no logró contener un atisbo de esperanza.
—¿Cualquiera?
—Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.
—¡No, no lo hagas! —gritó una voz en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que carcán salía el sonido.
—Quítatelo de la cabeza —prosiguió la voz desconocida—. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.
El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.
—No existe ninguna esperanza —dijo la voz desde la oscuridad.
El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:
—Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.
No volvieron a hablar.
Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.
—Vamos —dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.
Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.
Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.
Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que, en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.
Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.
La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.
—¿A dónde van? —preguntó al vendedor.
—A la audiencia del sha —contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó....
El médico
Noah Gordon

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